Todos los psicoanalistas y psicoterapeutas vemos casos en los que las personas se enfrentan a situaciones extremas: hijas que han sido abusadas sexualmente por sus padres, a los que siguen viendo en reuniones familiares o en situaciones eventuales. Hijas o hijos –lo que puede ser no menos doloroso– cuyos padres no les creyeron cuando les contaron del abuso del que habían sido objeto cuando niños, con frecuencia en manos de algún familiar cercano. También hay parejas que optan por perdonar la infidelidad, el engaño o la perversión. Hay, por supuesto, otras opciones: cuando las personas se rehúsan a perdonar, como es su derecho. El trabajo terapéutico no consiste en conducir a nadie en una u otra dirección. Nuestra obligación es de escucha y comprensión. Proporcionar un espacio seguro para que la víctima se aproxime lo más que pueda a la verdad. Y entonces ingresar a un proceso de sanación en el que deberá tomar decisiones de altísima complejidad. Todo esto requiere un trabajo de elaboración paciente, valiente y erizado de obstáculos: la culpa de las víctimas, la identificación con el agresor, la ambivalencia hacia el perpetrador, por mencionar solo algunos de estos. Un factor decisivo en esta búsqueda que no es exagerado calificar de trágica, es la actitud del abusador. Un victimario sinceramente arrepentido, proclive a la expiación, puede ser una ayuda invalorable. Por el contrario, un depredador egosintónico –que racionaliza su violencia y megalomanía, autoengañándose– vicia el proceso y lo hace tanto más escarpado. En esos casos puede que la víctima opte, por sus propias razones, por ignorarlo y no seguir envenenándose la existencia, pues esta es su prerrogativa. O bien lo execre hasta el final. Pero lo evidente es que en esas hipótesis jamás será posible una reconciliación. No habrá escapado al lector la analogía entre estas situaciones individuales y la enrarecida atmósfera que contamina nuestra sociedad, desde que el presidente Kuczynski optara por indultar, sin escuchar ni una sola vez a sus víctimas, al reo Alberto Fujimori. Además, lo hizo intempesta nocte, tras haber asegurado a tres interlocutores (Gustavo Gorriti, Rosa María Palacios y Pedro Cateriano) que no lo haría. Como en esa escena de El Padrino II, en la que Al Pacino, tras haber mandado matar a su hermano, le dice a Diane Keaton: “Mírame a los ojos pues te lo diré una sola vez: yo no maté a mi hermano”. Luego PPK firmó el indulto y, acaso, su sentencia de muerte política. Por su lado, Fujimori lamentó haber “defraudado” a alguna gente. ¿Mandar matar es defraudar? El sacerdote jesuita Deyvi Astudillo escribe en La República: “Algunas palabras tienen la extraordinaria capacidad de expresar los anhelos más profundos de una sociedad. Es lo que sucede en nuestro país con la palabra reconciliación. Invocarla con ligereza o en función de intereses particulares no solo es desgastarla, en el fondo es una manera de obstaculizar su realización y maltratar a todos los que luchan por ello.” Por lo áspero, hasta los astros.