La mayor virtud, entre muchas, que tuvo la transición del año 2000 fue terminar con el gobierno de Alberto Fujimori. Su mayor defecto, como se puede constatar hoy día, fue no poner fin al régimen autoritario que el propio fujimorismo había creado en la década de los noventa tras el golpe de Estado del cinco de abril de 1992. El gobierno es un órgano que dirige o conduce la política general de un país, está compuesto por el presidente y un gabinete. Mientras que el régimen político, como señala Fernando H. Cardoso, es un “pacto de dominación”. Dicho de otra manera, acabamos con el gobierno fujimorista, pero no con el régimen fujimorista. Expresión de ello es, por ejemplo, la continuidad de la política económica que, además de su sello neoliberal, constituye una forma de dominación de unos grupos sobre otros que no cambió en los siguientes años y gobiernos. Parafraseando a Adam Przeworski podemos decir que enfrentar el problema de la democratización, que era lo central en el periodo posterior al fin del gobierno de transición, consistía en “establecer un compromiso (democrático) entre las fuerzas que se han aliado” para terminar con el régimen autoritario. Como esto no sucedió la “alianza antiautoritaria” que se creó para derrocar al gobierno fujimorista entró –y vuelvo a parafrasear a este mismo autor– a una segunda fase, que es la que actualmente vivimos, “donde los miembros más débiles serán purgados, y se establecerá un nuevo sistema autoritario”. En este contexto, los gobiernos posteriores a la transición, Toledo, García, Humala y el actual, no establecieron un “compromiso democrático” que significara el desmantelamiento del aparato autoritario, es decir que acabara con la política económica y la Constitución del 93 y reformara democráticamente el Estado y sus instituciones. No hay que olvidarse que luego del golpe del 92 se dieron más de 100 decretos leyes, sobre todo económicos, que estructuraron el régimen autoritario que luego fue consagrado en la Constitución del 93. La “burguesía” optó por renunciar a su propia autonomía política, es decir, a defender “sus intereses en condiciones competitivas… a cambio de la protección de sus propios intereses económicos” (Adam Przeworski). Dicho con otras palabras, la “burguesía” optó por la “captura del Estado” y la “puerta giratoria” y no por la defensa democrática de sus intereses. Ello explica por qué en el país no existe una política “gatopardiana”, es decir que “todo cambio para que todo siga igual” y sí más bien una política que nos dice “que todo siga igual para que nada cambie”; ni tampoco un partido de derecha y menos un partido liberal. Y explica también por qué hoy el antifujimorismo y el fujimorismo son fenómenos sociales antes que políticos. Por todo ello, la crisis que hoy vivimos no proviene principalmente del mundo de la política sino más bien del hartazgo e indignación de una sociedad que ha “descubierto” una trama de corrupción y corruptelas entre políticos (incluyo gobiernos) y empresarios. Las delaciones de los empresarios, políticos y publicistas brasileños son equivalentes, si quiere, a los videos de Montesinos que hicieron visible el lado más siniestro del régimen autoritario. Sin embargo, el problema de esta crisis, por no decir el drama, es que, si bien los de arriba tienen dificultades por seguir gobernando el país, los de abajo también tienen dificultades para cambiar el rumbo de la política actual. Hay una crisis, por lo tanto, que tiene como una de sus principales características su prolongación en el tiempo ya que ninguno de los actores políticos, económicos y militares tiene la capacidad de resolverla en el corto plazo. En ese sentido, dos son los peligros mayores: a) la marginación y/o marginalidad de los actores más débiles (o los “miembros más débiles”), esto es de los sectores progresistas del mundo de la política, como una suerte de preámbulo y condición de resolución de la crisis actual; y b) el regreso del autoritarismo que representaría no solo la perpetuación del pacto de dominación que tuvo su origen en el golpe del cinco de abril del 92 sino también la derrota de los sectores democráticos y progresistas de la sociedad. Por eso lo que se requiere –y con urgencia– es un “compromiso democrático” de las fuerzas antiautoritarias y progresistas del país para comenzar a salir de la crisis.