Una parte de la política nacional se ha transformado en guerra o en una aparente guerra. Los políticos han convertido los escenarios donde se desenvuelven, ellos y las instituciones, en espacios de confrontación extrema, esencialmente el Congreso, los medios y las redes sociales. Este voluntarismo antagónico no excluye la cooperación, particularmente en materia económica, pero ha establecido una plataforma de combate a bayoneta calada. La política es una batalla cuerpo a cuerpo. Las elites políticas tradicionales tuvieron espacios de cooperación; las actuales –que no sé si deberían ser llamadas elites o solo cúpulas– ejercen una representación difusa de intereses que se ha deslegitimado en poco más de un año y solo existen gracias a la confrontación. En algunos casos, inclusive, la confrontación simulada y la sobreactuación. Sin posibilidad de un debate de programa que atienda los principales temas de la agenda pública, esta batalla es sobre todo identitaria, un factor que le interesa a los ciudadanos muy poco como contenido. En esta guerra, o guerra simulada, la afirmación es más importante que las preguntas y las tesis, en tanto que las discusiones carecen de sentido práctico. Es la nueva representación del vacío, la hora de los duros, la política brutal o la contrapolítica. La política brutal tiene sus propias leyes. Empodera a los brutales e histriónicos; premia la banalidad y la injuria; y exige nuevos extremismos renovados. En la TV y la radio se retroalimenta de la brutalización de la prensa. Hay un matrimonio entre los políticos brutales y los comunicadores brutales. A pesar de su éxito en los medios, la política brutal es pequeña en varios sentidos. Sirve ciertamente para gratificar al personaje, que se hace conocido, popular y generalmente requerido. Quizás sirva también para garantizar una elección o reelección, si fuese el caso. Pero no sirve para nada más. Habría que revisar la lista de políticos con estas características –parlamentarios y ministros– que “brillaron” en el gobierno anterior, para concluir que su ostracismo es total. A algunos, que incluso intentaron una breve candidatura presidencial, les quedan un puñado de seguidores en Twitter y esporádicas invitaciones a los programas cómicos. Además, la política brutal tiene sus trampas. Es posible que florezca en espacios de confrontación por excelencia, como Twitter, sobre todo si lo practican quienes tienen una menor demanda de responsabilidad pública. Pero quien, desde una posición política más elevada usan sus reglas, no puede pretender que estas no les alcance, que es lo sucedido recientemente con la congresista Yeni Vilcatoma. Me pregunto si la política nacional retornará del estado actual de brutalización. Me temo que por ahora no será posible. El contexto del Lava Jato peruano es un envidiable caldo de cultivo ya no solo para los ejércitos de trolls, sino para los hombres públicos que fuerzan su radicalismo para llamar la atención de la prensa o para aliarse con causas extremas e injuriosas. El poder de los hashtags inflamados, los memes violentos o de ironía dura (no tengo nada contra la ironía, please), los fake news y gifs animados, es ilimitado. Esta realidad relativiza la función y legitimidad de las instituciones. La reciente coyuntura, iniciada con la denuncia contra el fiscal de la Nación Pablo Sánchez en el Congreso, marca un hito que es preciso tener en cuenta: es la primera batalla que no se localiza en el Congreso, sino en un hemiciclo virtual y online, hegemonizada no por lo elegidos sino por la alianza entre los medios y las redes sociales. Las otras locaciones, la de los poderes públicos son secundarias y es probable que conforme avancen los días varias de las figuras estelares pasen a ser de reparto. No habíamos imaginado este desenlace de la guerra política que se libra en el país en los últimos meses. Mientras las principales fuerzas discuten sobre cuál es el primer poder del Estado, su falta de contenido y su huida hacia adelante en esta coyuntura crítica, les está quitando el poder. http://juandelapuente.blogspot.pe