Como suele ocurrir en estos casos, la campaña emprendida por Luis Galarreta, que en su condición de Presidente del Congreso amenazó con acciones penales y pretendió orquestar un boicot de auspiciadores contra la revista Caretas, para forzar el despido de Rafo León, autor de la China Tudela, ha funcionado como un bumerán. Hace tiempo que la revista no ocasionaba tantos titulares, recibía tantos apoyos ni vendía tantos ejemplares, y el personaje de León ha recuperado un protagonismo que había perdido. Supongo que la primera vez que leí a la China Tudela fue allá por los ochenta, cuando era fiel consumidor de Monos y Monadas. La seguí con alguna regularidad en los años que vinieron, cuando se mudó a Caretas. A partir de un momento impreciso —¿a mediados del segundo gobierno de Alejandro Toledo?— comenzó a perder actualidad. El personaje se negó a evolucionar, fue incapaz de reconocer que la sociedad peruana estaba cambiando, que su racismo, misantropía y humor grueso comenzaban a sonar anticuados. La consecuencia fue una lenta pero irreversible pérdida de impacto. Como suele ocurrir con los personajes que nacen y viven tan atados a su tiempo, lo más probable es que al final hubiese muerto de inanición y, salvo por algunos contados fanáticos, su recuerdo habría terminado evaporándose. Pero el ataque de Galarreta le ha dado un segundo aire. También nos ha servido para comprobar que el desprecio que el fujimorismo ha profesado históricamente por la libertad de expresión se mantiene intacto. (Lo mismo que su hipocresía: basta revisar los insultos orquestados por su batería de trolls digitales, herederos directos de la prensa chicha de los años noventa). Es sorprendente que una invención pueda alcanzar tanta notoriedad y genere tanta irritación. Quizá sea porque las víctimas de las burlas asocian a la China Tudela con León, bastante controvertido en la vida real. Pero un personaje no es lo mismo que su creador, ni podría tener ninguna clase de responsabilidad penal (parece absurdo tener que recordarlo, pero solo las personas reales son imputables). ¿Culparíamos a Faulkner por las salvajadas cometidas por Popeye en «Santuario»? ¿A Vargas Llosa por las ideas políticas del «Chivo» Trujillo? ¿A James Ellroy por las barbaridades que escupen a cada vuelta de página los protagonistas de sus voluminosas novelas negras? A algunas personas la sátira contenida en la China Tudela puede parecerles desagradable e insultante. Pero esto no la convierte en delito ni puede justificar algún intento de censura desde el poder. Si uno no tiene la suficiente correa como para encajar la pulla, lo mejor es ejercitar la propia libertad de expresión y responder con argumentos, como lo intentó hacer Cecilia Chacón en un artículo publicado en El Comercio. A algunos les parecerá extraño que polemice con un ser que no existe, que está hecho con puras palabras, pero está en todo su derecho.