La reciente aparición de un libro que, según se vende, develaría “la verdad de una mentira” en torno al doloroso caso de las esterilizaciones forzadas cometidas durante el régimen de Alberto Fujimori vuelve a poner sobre la mesa dos aspectos clave. De un lado, hechos que generaron secuelas importantes en cientos de mujeres. De otro lado, la responsabilidad con la que la academia debe manejar este tipo de acontecimientos. Hace algunos años, tuve la oportunidad de integrar un Tribunal de Conciencia en torno a vulneraciones a los derechos humanos contra mujeres. Entre los casos que evaluamos, estaba la esterilización quirúrgica compulsiva aplicada dentro del denominado Programa Nacional de Salud Reproductiva y Planificación Familiar. Investigaciones periodísticas y de la Defensoría del Pueblo permitieron demostrar que el programa tenía serios defectos: la fijación de metas de cumplimiento que establecían un incentivo perverso para los médicos y encargados del programa. Esta situación ocasionó que la libre voluntad de las mujeres no fuera respetada y que, incluso en quienes consintieron la anticoncepción quirúrgica, se produjeran graves consecuencias, debido a las condiciones de las intervenciones. Añado un punto adicional: hasta el momento, no se ha podido justificar las razones por las cuales el régimen de la década de 1990 decidió aplicar a personas pobres un programa masivo de esterilizaciones quirúrgicas. Se trataba de una política diferenciada frente a otras clases sociales. Se partía de una premisa equivocada: el “problema” de planificación familiar solo se concentra en los estratos menos favorecidos económica y socialmente. ¿Hubiera sido tolerado un programa de este tipo si es que solo se aplicaba en San Isidro o Miraflores? Si bien existen cifras dispares sobre el número de personas afectadas, ya se cuentan con algunos alcances. 2,074 mujeres han presentado sus denuncias ante el Ministerio Público, mientras que el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos tiene un registro de víctimas de estos casos que supera a los 10,000 testimonios. No se puede hablar, por tanto, de meros errores vinculados a la carencia de controles dentro de un programa que, de acuerdo a lo revelado, tenía serios problemas de diseño y de ejecución. Sin embargo, hasta el momento, el sistema de justicia no ha brindado una adecuada respuesta a las víctimas, pues el caso ha sido archivado en varias oportunidades, al considerarse que no existen pruebas de una coacción o que se trata de “situaciones aisladas”. Peor aún, se intenta conectar la legítima lucha de quienes han bregado por alcanzar justicia en este caso con intereses conservadores que, aprovechando estos crímenes, han buscado que el Estado no tenga una política de planificación familiar. Ninguna de las organizaciones que han acompañado a las víctimas se opone a que el Perú tenga una política de salud sexual y reproductiva que parta desde la información correcta, la formación abierta y el consentimiento adecuado. Bajo este panorama, ¿resulta ético que se publique una investigación con pretensiones académicas que pretenda minimizar estos acontecimientos? La respuesta, sin duda, es negativa. Y lo es más cuando se pretende concluir que el Programa Nacional de Salud Reproductiva y Planificación Familiar tenía un buen diseño. Como hemos podido demostrar en estas líneas, se aplicó una política con severas deficiencias desde su inicio. ¿No se busca defenderla para, en el fondo, exculpar al principal responsable de la misma?