UNO. Méndez es escritor y periodista; Patricia, su esposa, diplomática. Ellos me alojan en su casa al llegar a Frankfurt y me hacen sentir en familia. Sus hijos —tres niños serenos y madrugadores— hablan alemán como si fuera su lengua nativa. La menor, Fernanda, me deja muy en claro desde el primer día que «Frozen» es su tópico favorito y «Elsa, la princesa» un inciso sobre el que ella podría disertar vastamente desde la precoz autoridad de sus tres años. Ya en la vía pública, Méndez se conduce como un experto. Me muestra los edificios simbólicos, las estaciones de metro, las esquinas pintorescas. Lo hace subrayando aspectos que sabe me resultarán llamativos o desconcertantes, como la presencia, en una plaza del barrio de Westend, de una cabina de libros de la que cualquier transeúnte puede tomar gratuitamente un título y llevárselo bajo la única condición de devolverlo o, en su defecto, regalar uno suyo a la comunidad. «En el Perú ya se la habrían levantado en peso», le digo y nos reímos con pena. Más tarde, Méndez me lleva al acogedor Weinstube para probar el vino caliente típico del invierno teutón y una inacabable milanesa de jabalí. Y ya de noche, después de cruzar el Puente de Hierro sobre las aguas pardas del río Main, nos detenemos en la zona de bares del viejo Sachsenhausen: una tripa larga a la que bautizo sin ingenio «la Calle Las Pizzas de Frankfurt». Elegimos la terraza de una taberna guiados por la música que botan los parlantes desde dentro. Es un tema de ACDC y, al oírlo, sentimos la unánime obligación de tomar allí mismo una cerveza espumosa bajo el invierno crudo. Mala decisión. Ni bien hacemos el pedido y nos acomodamos, el fondo musical deviene horrendo. Soportamos estoicos a Taylor Swift, pero Katy Perry nos invita a secar los vasos de golpe y a largarnos furiosos con nuestros bigotes blancos. DOS. Más de cien mil personas visitan cada año la casa del centro de Frankfurt donde Goethe —poeta símbolo de esta villa— nació, pasó su infancia y buena parte de su juventud. Los cuatro pisos de la mansión están impecablemente conservados. Mientras subía la escalera señorial y contemplaba la abigarrada decoración de los salones, pude imaginar al autor de «Fausto» y «Las desventuras del joven Werther» ya no solo escribiendo en su pupitre, sino tocando el clavicordio a cuatro manos con su hermana Cornelia, revisando los volúmenes prehistóricos de la biblioteca paterna, consultando el reloj astronómico de la segunda planta, o jugando con las marionetas que su abuela le obsequió. Un añadido: antes de ingresar a la casa-museo, una vitrina informa al turista del profundo conocimiento que Goethe tenía del Corán y del islamismo en general. El dato —a la luz de los sucesos recientes— no solo actualiza la obra del poeta, sino que refuerza su carácter precursor. No se me ocurren días más propicios que estos para releerlo. TRES. ¿Y de qué trata «El Copista»?, le pregunto a la escritora arequipeña Teresa Ruiz Rosas, intrigado por esa novela de poco menos de cien páginas con la que fue finalista del Premio Herralde en 1994. «Léela, pues, papito», me responde, cachosa, mientras nos perdemos en la calle Liebig en busca de un bar que nunca encontraríamos. Por una feliz ocurrencia del Consulado Peruano en Frankfurt, los dos hemos sido invitados a la «I Jornada de Literatura Latinoamericana en Alemania». La primera noche nos toca presentarnos en el Instituto Cervantes, donde conversamos con los asistentes hasta que se acaban los chilcanos y las bolitas de causa. A la mañana siguiente, en la Universidad de Maguncia, los profesores nos piden leer pasajes de nuestras novelas. Cuando terminamos, los alumnos empiezan a golpear sus carpetas con los nudillos. Yo pido disculpas, seguro de que nos reclaman lo extenso de la lectura. «Querido, nos están aplaudiendo», me desasna Teresa. CUATRO. El doctor Huisa lidera nuestra incursión por el centro de la hermosa Maguncia, ubicada a orillas del Rin, y nos insta a observar las vigas entramadas de las fachadas, y nos pasea por la garganta de la legendaria Catedral y también por las callejuelas intactas por donde a inicios del siglo quince transitaba un joven herrero apellidado Gutenberg. El doctor Huisa se marchó del Perú hace trece años y desde entonces no ha vuelto. Sin embargo, en las conversaciones de estas últimas tardes, cabeceadas con brebajes amargos, ha regresado mentalmente a la Universidad Católica de los años noventa para reencontrarse con los queridos fantasmas de su vida anterior. CINCO. Ante el intento yihadista de oprimir a Europa, los alemanes, al menos los de Frankfurt, reaccionan sin renunciar a sus costumbres. Saben que su ciudad multiplica su encanto en Navidad, con esos fantásticos mercadillos enterrados en la nieve, y por eso, aunque haya más policías rondando, ellos salen en familia a imponer la dictadura de su optimismo. Al verlos, pese al frío que congela las costillas, provoca quitarse los guantes nada más que para aplaudir.