Por: Daniel Parodi Revoredo (*),¡Ah! ¡Vosotras ilumináis mi corazón!(…) Invoca a los dioses para que castiguen a los asesinos. Y podré pedir sin impiedad esto a los dioses ¿Por qué no? Deseas a tus enemigos mal por mal. La Orestiada. Esquilo. Recién terminé una investigación acerca del tratamiento que los manuales escolares recientes le dan al periodo de las Cortes de Cádiz, en el marco de una pesquisa para el Centro de Investigación de la Universidad de Lima (IDIC). Lo que más me ha llamado la atención de sus relatos es su sobriedad y ponderación. Uno de mis objetivos fue hallar la ideología nacionalista explícita o latente en estos materiales para adolescentes de tercero de secundaria, la construcción crítica del otro, o su simple negación, el martirio de héroes agónicos, la sangre derramada, etc. No estoy diciendo que no hallé nada de esto. He encontrado, por ejemplo, la preocupación por la participación de los peruanos en el periodo de las Juntas de Gobierno (1809-1815), la necesidad de explicar por qué no fuimos o no pudimos ser tan independentistas como los demás virreinatos de Sudamérica. Pero no me topé más con el odio a España, ni encontré la repulsa a su monarca de entonces Fernando VII, ni a su virrey Fernando de Abascal. Al contrario, encontré la madurez de saber colocarlos en su propio contexto y comprenderlos de acuerdo con el rol que les tocaba cumplir ¿quiénes sino ellos para defender los intereses peninsulares en esta parte del mundo? Pero ¿por qué cambia tanto el relato cuando se trata de la Guerra del Pacífico? Un viejo debate discute cuánto de verdad tiene la narración histórica, yo me he quedado con la idea de que la narración es un filtro enorme pero que, finalmente, sí expresa una verdad, o una versión de ella ¿qué es la realidad sino su interpretación? ¿Acaso no es cierto que, desde que la verbalizamos, la modificamos aún sin darnos cuenta? Me he preguntado qué de diferente hay entre la guerra de la Independencia y la de 1879, que los manuales escolares adoptan una tonalidad distinta -en Perú y en Chile- cuando se adentran en la segunda. Es difícil establecer si son los mismos acontecimientos los que explican esta diferencia, pero definitivamente influyen. Las campañas de la Emancipación son ponderadas como una guerra civil entre dos bandos, dos ideologías y dos formas de gobierno. Finalmente, su gran vencedora fue la consigna de la libertad y su fruto una decena de nuevas repúblicas. La Guerra del Pacífico, en cambio, hiede a fratricidio, de sus campos de batalla nadie tuvo la obligación de irse atravesando el Atlántico. Más allá de los territorios que unos ganaron y otros perdieron, los tres contendientes se quedaron dónde están, mirándose, unos relamiéndose en su orgullo victorioso, otros quejándose de heridas que nunca dejaron de sangrar. Franco Catalani habla de esa alteridad de hermanos, de la rivalidad más descarnada y esencial, la de quienes, paridos de la misma matriz, se disputan el amor maternal. Pero entonces pasan los años, 140 van a ser los que nos separan del 5 de abril de 1879, fecha en la que Chile le declaró la guerra al Perú y hoy la realidad no solo es distinta, es antagónica. Escuché el año pasado, en un foro en Santiago que, dentro de la Alianza del Pacífico, si hay dos países que realmente constituyen un bloque, estos son precisamente el Perú y Chile. Sus autoridades políticas y económicas se reúnen seguido y analizan con preocupación la coyuntura mundial, ¿qué pasará con China? ¿cuál será el siguiente paso de Donald Trump? ¿Cuáles son los desafíos que se nos vienen? ¿Corremos las aduanas al norte de Tacna y al sur de Arica, y convertimos las dos ciudades hermanas en lo que ya son, una gran zona franca? A todo lo dicho podríamos sumarle más elementos, Santiago está llena de rinconcitos peruanos, ya sabe un poquito a Lima, nuestros connacionales han salido adelante y se han integrado con los chilenos. Ya tenemos una generación de niños que son fruto del amor entre peruanos y chilenas, o chilenos y peruanas, estos niños van a escuelas que tienen en cuenta el doble origen de aquellos pequeños que quizá en el futuro terminarán la difícil tarea de integrarnos. Pero luego me sobresalta la cuestión del pisco. Entendámoslo, esta ya es una guerra comercial por lo que empresarios, diplomáticos y abogados de ambos países litigan en diversos tribunales del orbe por la denominación de origen de dos aguardientes que, observando las grandes diferencias en sus procesos de elaboración, podrían tener también diferentes nombres. Pero quiero ir más allá, hay una responsabilidad política en esto, y, como no, una reflexión filosófica: deseamos seguir siendo rivales, lo deseamos profundamente y nos encontramos, en los temas sensibles, con la misma indisposición de hace 140 años de adoptar posiciones que no sean maximalistas. ¿Es el odio parte del amor? ¿hace falta odiarse un poco para fortalecer un vínculo? ¿es realmente mejor así? Hace una década vengo hablando de la reconciliación peruano-chilena, al punto que ahora prefiero hablar de los gestos simbólicos. En lugar de la devolución del Huáscar, por ejemplo, he propuesta que, dónde está, convirtamos al célebre monitor en el primer museo binacional de la Guerra del Pacífico, pero nadie en el fondo se quiere comer el pleito, así como estamos, estamos bien. El año pasado el presidente de Francia François Hollande y la primer ministra alemana Angela Merkel se abrazaron en el “vagón de la vergüenza”, cien años después del término de la hiper-fratricida Primera Guerra Mundial. Pero el 5 de abril de 2019, las principales autoridades del Perú y Chile solo atenderán cuestiones domésticas, o conmemorarán los 140 años de la Guerra del Pacífico, cada quien por separado. Si me equivoco, entonces habremos dado un paso a favor de la integración. (*) Historiador, docente en Universidad de Lima y PUCP.