Es increíble cómo en ciertos espacios académicos se soslaya la búsqueda de nuevos horizontes por permanecer bajo una pátina de discurso homogéneo, pulcro, impoluto, despolitizado.,He sido profesora universitaria casi toda mi vida, en diversas universidades del Perú y el extranjero, públicas y privadas, y debo reconocer que enseñar me encanta y es el motivo principal por el que sigo siendo profesora, pues el pago es austero, magro, casi imposible para sobrevivir. Por eso me sorprende cuando me comentan que rectores, vices y directores de ciertas universidades peruanas ganan muy bien (al margen de la corrupción: recordemos que el rector de la Universidad Garcilaso ganaba ¡2 millones de soles mensuales!). Los profesores que solo dictamos horas de clases ganamos modestamente como lo hacemos miles de miles en nuestro Perú. Y hablo también por mis exalumnos ahora colegas que, en universidades privadas y masivas, deben dictar ¡34 horas efectivas a la semana! Una situación mentalmente castrante si se considera que por hora dictada una debe de preparar otra hora mínimo: personalmente puedo demorarme siete horas en preparar una hora de clase (leyendo, armando el PPT, subiendo los textos, escaneando, buscando material gráfico, poniéndome al día). La primera clase que dicté en mi vida fue en 1984 como asistente de cátedra de Jorge Cornejo Polar en la U de Lima: recuerdo a muchos alumnos, buenos y malos, y ambos me motivaron a seguir adelante. Los primeros por su empuje; los segundos para convencerlos de que estudiar es en sí una actividad llena de placeres. El conocimiento para ser aplicado, y solo por sí mismo, es un placer extraordinario: me embarga cuando leo, cuando analizo, cuando estudio, pero también, cuando comparto “otros saberes”. Me refiero a saberes fuera de los ámbitos académicos, con personas a las que se les suele considerar “ignorantes”, pero que me comparten conocimientos, incluso estéticos, deslumbrantes. Eso es lo que saco en claro en conversaciones con ronderos, campesinas, mujeres defensoras del agua, artesanas awajún, agricultores pallaqueros, líderes indígenas o con el canillita de mi barrio. Ese vínculo con “otros saberes” la universidad lo ha olvidado detrás de la búsqueda de financiamientos y de cumplir con estándares internacionales. Es un tema que no se puede soslayar: hay que encararlo. Hoy, la universidad se piensa como una fábrica de profesionales —con maestría eso sí— para poder ser funcionales al neoliberalismo y trabajar sin discutir, sin cuestionamiento crítico, en empresas privadas, grandes consorcios, o incluso para ser funcionarios del Estado en estado puro o burócratas internacionales. Por eso la cantidad de capacitaciones que no pasan de dar instrucciones para aplicar protocolos, normativas y estructuras que vienen con marca de fábrica llamada Banco Mundial, por ejemplo. Es increíble cómo en ciertos espacios académicos se soslaya la búsqueda de nuevos horizontes por permanecer bajo una pátina de discurso homogéneo, pulcro, impoluto, despolitizado. Si lo dices con un PhD, ¿te deben de creer? Y si es con terno, ¿más aún? Convertir a la universidad en un residuo de individuos peleándose y exhibiendo sus “papers” —usualmente autorreferenciados y megalómanos— en revistas indizadas es un espectáculo que me deprime, me molesta, me choca, me enfurece. Las universidades con vuelo, están al tanto que deben establecer vínculos fuera de sus muros, no solo por responsabilidad social o solidaridad, sino para ¡ensanchar sus fuentes de conocimiento porque es imprescindible enfrentarse a otras ontologías! Que la crisis de la PUCP permita repensar en la función prístina de la universidad: no ha sido producir profesionales solamente, sino fortalecer mentes y espíritus. Lo opuesto a conocimiento no es ignorancia, es inconsciencia.