“Samanez no se quejaría en redes de los descomunales precios que alcanzan las carteras de Dior, “¡no saben cuánto me querían cobrar!”. Pero sí lo hace cuando artistas shipibas le quieren cobrar lo que consideran justo”.
El incidente protagonizado por la diseñadora peruana Anís Samanez y el editor de Vogue Latinoamérica, José Forteza, en un evento llamado “Orígenes 2024”, da pie para una reflexión sobre la tensión entre élites latinoamericanas y los pueblos originarios que producen arte, artesanías o diseños suntuarios (o lo que deseen producir y sacar al mercado en buena cuenta).
Lo primero es la disputa por la propiedad intelectual, prestigio y réditos de mercado de la producción de obras de arte, artesanías y diseños. Lo segundo tiene que ver con el papel histórico de las élites peruanas y latinoamericanas de hablar “en nombre de” y asumir la representación de los pueblos originarios o “lo popular”, en un sentido más amplio. Tiene que ver con poder, en última instancia.
Sobre lo primero, existe una extraña contradicción entre la queja de Anís Samanez, “¡No saben cuánto me querían cobrar! [las artistas shipibas]” y su apuesta liberal. La diseñadora, que vende sus prendas en una conocida tienda de departamentos, se mueve en una economía de mercado. Samanez no se quejaría en redes de los descomunales precios que alcanzan las carteras de Dior, “¡no saben cuánto me querían cobrar!”. Pero sí lo hace cuando artistas shipibas le quieren cobrar lo que consideran justo por su trabajo creativo. ¿No resulta contradictorio?
Sucede que para Samanez, Dior es una marca de prestigio; el trabajo de sus diseñadores y artistas merece admiración o al menos reconocimiento. Además, está el aspecto suntuario. Llevar una cartera Dior es un marcador de prestigio en muchísimos círculos sociales en Europa, América Latina y otros lares.
No sucede lo mismo con las artistas shipibas. A ojos de Samanez venden muy caro: “¡No saben cuánto me querían cobrar!”. Pero cuidado, no es que las artistas shipibas no tengan un creciente valor de mercado en galerías de arte, casas de moda y otros espacios suntuarios, de hecho, lo tienen más y más. Lo que sucede es que a Samanez le cuesta reconocer que lo valen y pagar, de ahí su airada indignación. Y se insinúan entonces formas de apropiación cultural (“es patrimonio”, pues). O sea, Dior sí, shipibas no. Paradójicamente, el liberalismo peruano se muere en la orilla del fetichismo de la mercancía.
En definitiva, lo que está en juego es quiénes ocupan el escaparate. Anís Samanez, José Forteza (Vogue) y otros diseñadores en Perú y Latinoamérica se resisten a aceptar que la “creativa” sea una indígena cuyas obras llenan escaparates. O, ni tan siquiera, que artesanas shipibas tengan la capacidad de decidir sobre el valor comercial de la transmisión de sus técnicas de producción de tintes naturales o de reproducción de sus diseños kené y otros saberes propios y de los ancestros. El liberalismo peruano se muere en la orilla con gente indígena que exige el insólito respeto por sus precios de mercado.
El problema estriba también en cómo nos representamos entre peruanos: pensar en mujeres shipibas en tanto artistas, artesanas o diseñadoras con mayúsculas es algo que escapa al horizonte de lo posible en muchos diseñadores o editores de revistas de moda en Perú y Latinoamérica. Parafraseando al Inca Garcilaso, a esos diseñadores o editores “de la costa” (aunque también de los Andes y de la selva) les resulta muy difícil concebirse en un plano de igualdad laboral o social con esas mujeres shipibas, “por no saberlo imaginar”.
Mientras esto ocurre en Latinoamérica, la casa Dior sí supo imaginar un trato más horizontal con la artista shipiba Sara Flores. La artista ha firmado un contrato para el diseño de bolsos de su icónica colección Lady Bag (originalmente bolsos “Chouchou”, renombrada en homenaje a Lady Diana). La casa Dior dispensó a la artista un trato de respeto y libertad para crear un bolso inspirado en los diseños kené.
En nuestra república, las élites peruanas han lucrado material y simbólicamente con “lo indígena” y “lo popular”. Los liberales y conservadores criollos y andinos del siglo XIX, la intelectualidad indigenista, las oligarquías costeñas y los gamonales y terratenientes del sur andino hasta bien entrado el siglo XX formaron élites que a la distancia se adjudicaron la representación del alma y los intereses indígenas y, en buena cuenta, de los intereses nacionales.
En definitiva, no es nueva la apropiación cultural, pero hoy las fuerzas de la globalización, el activismo de artistas, dirigentes y comunidades indígenas, la labor de iglesias, ONG, la ONU, etc., cuestionan crecientemente el extractivismo con cero retorno para los productores de arte, artesanías y diseñadores indígenas. No significa que no ocurra, claro, pero significa que es más visibilizado a escala global. Y rechazado.
Tenemos legiones de diseñadores y artistas peruanos que reproducen las formas de relacionamiento de Samanez y Forteza y no terminan de poner pies en el mundo global de hoy. Simplemente “no la ven”. Tendrán que aggiornarse o desaparecer por obsoletos.
Socióloga y narradora. Exdirectora académica del programa “Pueblos Indígenas y Globalización” del SIT. Observadora de derechos humanos por la OEA-ONU en Haití. Observadora electoral por la OEA en Haití, veedora del Plebiscito por la Paz en Colombia. III Premio de Novela Breve de la Cámara Peruana del Libro por “El hombre que hablaba del cielo”.