A propósito del 25 de noviembre, “Día de la no violencia contra la mujer”. Cuando alguien conmina a discutir “la violencia contra la mujer”, tan endémica en el Perú, no falta quien objete: “Bueno, pero hay problemas sociales más urgentes” que atender: el sicariato, la contaminación de los ríos por obra de la minería ilegal y legal, el incremento del precio del pan, etc. Problemas “más” tangibles, alegan algunos, y entre esos algunos los hay incluso personas progresistas.
Este razonamiento, además de funcionar como coartada para mirar a otro lado, esconde una penosa desinformación sobre las dimensiones de la violencia de género y las durísimas realidades que subyacen.
Un informe de la Escuela de Gestión Pública de la Universidad del Pacífico, publicado en este mes de noviembre, señala que la trata de personas, fundamentalmente de mujeres (más del 85 % de los casos denunciados), es, después de la minería ilegal del oro, el “negocio” ilegal más próspero en el Perú. Es una economía con ganancias superiores al narcotráfico: se estima que si la minería ilegal del oro mueve 1 777 millones de dólares al año, la trata de personas ascendería a más de 1 300 millones de dólares, y el narcotráfico a 1 134 millones de dólares (Valdés, Basombrío y Vera, 2022). Cifras que pueden estar incluso subestimadas.
Ahora bien, si la trata de mujeres representa la segunda economía ilícita en el Perú, ¿qué justifica que el Estado peruano destine un monto ridículo: 5 millones de soles al año? Es un presupuesto inverosímil, apenas un saludo a la bandera, si se considera que las políticas de lucha contra el narcotráfico reciben casi 200 millones de soles —que ya es un monto reducido— y el combate de la minería ilegal, 82 millones —también insuficiente—.
“Camila” es una muchacha de la sierra. Tenía 14 años cuando viajó a Lima, donde fue captada por traficantes que, con falsas promesas de trabajo, la llevaron al campamento minero de La Pampa, en Madre de Dios. RPP cuenta su historia en el pódcast Bienvenida al infierno. Ahí conoce a su tratante, una mujer en un prostibar que le indica dónde va a dormir, cómo vestir y en qué consistirá su trabajo: que los clientes consuman alcohol. La saca a la puerta del establecimiento, donde se sienta en una silla a la espera de los clientes que “fichen”. “Camila” sufrió abusos y maltratos hasta que fue rescatada en un operativo policial. Ella es solo uno de los miles de casos de mujeres que cada año se convierten en mercancías para la explotación sexual y laboral, en redes que operan dentro y fuera del país.
Según la ONG Capital Humano y Social Alternativo (CHS), se necesitaría más de 1 000 millones de soles para brindar servicios adecuados de registro y seguimiento de casos, atención y protección a víctimas como “Camila”. ¿Por qué el Estado peruano no dimensiona la trata como lo que es, un problema mayor de orden público (como sí lo es el narcotráfico)?
A pesar de las evidencias sobre las dimensiones sociales de la violencia contra la mujer, gran parte de la sociedad peruana sigue restringiendo el fenómeno a los casos de las páginas policiales o a desafortunados casos de hogares disfuncionales. No lo es. La violencia contra la mujer es una realidad durísima, enraizada en nuestras hondas desigualdades sociales y de género, en nuestra fragilidad institucional, en la prevalencia de las economías ilegales en el país, etc.
No es menos revelador el valor irrisorio que para el Estado tiene la vida de miles de mujeres, pobres y andinas (como “Camila”), que cada año, en Puno, Cusco, Madre de Dios y Lima, son secuestradas o coaccionadas por tratantes y sumergidas en una vida de infierno. Son peruanas “nadie”, diría Francia Márquez, vicepresidenta de Colombia.
En definitiva, la trata de mujeres es una economía ilegal boyante en el Perú, asociada a la minería ilegal y a otras actividades delictivas, que plantea, además, serias amenazas a la seguridad nacional.
Socióloga y narradora. Exdirectora académica del programa “Pueblos Indígenas y Globalización” del SIT. Observadora de derechos humanos por la OEA-ONU en Haití. Observadora electoral por la OEA en Haití, veedora del Plebiscito por la Paz en Colombia. III Premio de Novela Breve de la Cámara Peruana del Libro por “El hombre que hablaba del cielo”.