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Si no hay solución

“Las explosiones sociales de gente enojada, harta de cómo están las cosas, son diversas y móviles como en un caleidoscopio”.

Maruja
Maruja

Tiempo atrás, todos sabíamos que si no había solución, la huelga continuaba. Las situaciones parecían más que sencillas, bien definidas. Ahí estaba el capital y al frente el trabajo, como diría Don Carlos. En estos tiempos, las explosiones sociales de gente enojada, harta de cómo están las cosas, son diversas y móviles como en un caleidoscopio. Una energía invertebrada que avanza en Francia, en Italia, en Chile.

A fines del 2018, en protesta por el alza del combustible, comenzaron a marchar los indignados franceses usando el chaleco amarillo que se convirtió en carta de identidad. Suele suceder que el poder político minimice estas movilizaciones, hasta que su persistencia y agresividad callejera son notorias. Así como en Francia la subida del precio del gasoil no fue solo el precio del gasoil ni el aumento de tarifas del metro en Santiago lo fue, las calles francesas se inundaron de requerimientos.

En diciembre del 2018, un analista recopiló 42 demandas de los movilizados: desde el aumento del salario mínimo hasta un plan energético para los edificios, pasando por fijar el número máximo de 25 alumnos por aula en las escuelas, y más y gratuitos parqueos en el centro de las ciudades. Se formó una coordinadora nacional. Reacios a llamarse representantes, ocho chalecos fueron nombrados “comunicantes” y como tal, invitados a diálogo con el presidente Macron. Solo fueron dos. Se formó una nueva coordinadora, la de los Chalecos Amarillos Libres, que no remontó ni la dificultad del abanico de demandas ni la de representación: los partidos políticos no estaban admitidos.

Desde diciembre 2019, los chalecos confluyen en las calles con los sindicatos que protestan, en ocasiones violentamente, contra la reforma del sistema de pensiones. Un reciente programa de la TV francesa mostraba los malabares que pasan algunos pensionistas para sobrevivir con su magra jubilación.

Y en Italia, ni partidos, ni símbolos, ni insultos. Esas fueron las palabras de orden de las Sardinas. En noviembre pasado, cuatro treintañeros de Boloña se cansaron de las bravuconadas del líder de extrema derecha Matteo Salvini, ante las elecciones regionales previstas para el pasado 26 de enero, y decidieron convocar vía redes sociales a una “flash mob”, en una de las plazas de la ciudad. Lo único permitido: pancartas y dibujos de sardinas pues aseguraron que estarían silenciosos y apretados como sardinas en una lata (No, no copiaron el pescado del Frepap). Acudieron más de cinco mil personas. Jóvenes en su mayoría. A los pocos días, otras sardinas locales comenzaron a autoconvocarse y sumaron más de cien manifestaciones en todo el país.

La plataforma de las Sardinas fundadoras incluye, entre otras cuestiones, transparentar las decisiones de los políticos y excluir la violencia verbal en el debate público. Se siguen resistiendo a los galanteos de los dirigentes de partidos de izquierda, que esbozan ante ellos la misma sonrisa congelada que la de los parlamentarios progres frente a la multitud congregada en Santiago.

Ganó la izquierda en la Emilia Romagna. Igualmente avanzan las propuestas de los movilizados chilenos. Y todo bajo un manto de nostalgia: las Sardinas empezaron a cantar Bella Ciao, la canción emblema del antifascismo y, en Plaza Italia, los chilenos entonan El pueblo unido, jamás será vencido, la misma que anuncia un “rojo amanecer”. Que la caviarada no se entusiasme; el pronóstico de esta desatada energía es reservado.

1. En conversación con Laura Mongai, desde Milán.