Por José I. Távara Profesor de la PUCP. En sus ensayos sobre filosofía, política y economía, Hayek advertía sobre los riesgos de permitir que las corporaciones utilicen sus recursos en función de “objetivos sociales” y del “interés público”. A su juicio ellas debían limitarse al único objetivo de maximizar los retornos al capital de sus accionistas, dado el marco normativo vigente. Al apartarse de este objetivo, podían transformarse en imperios con un poder incontrolable, lo cual a su vez generaba un riesgo aún mayor: el aumento del control por parte del poder estatal. La crisis global revela, sin embargo, que la codicia descontrolada de los empresarios, sobre todo en las finanzas y las industrias extractivas, ha generado una de las peores crisis del capitalismo y el deterioro, quizá irreversible, de nuestros ecosistemas. El “objetivo único” defendido por Hayek ha sido parte del problema, y algunas empresas han empezado a entender que deben ser parte de la solución. Desde hace una década varias corporaciones vienen forjando alianzas con agencias especializadas y ONG, a fin de promover modelos empresariales compatibles con el desarrollo humano. Un número creciente de empresas se adhieren a declaraciones de principios y códigos de conducta ética, asumiendo compromisos con la transparencia, la lucha contra la corrupción y el respeto a los derechos humanos. También se destacan los “proyectos verdes” ejecutados por empresas decididas a revertir el deterioro ambiental. Una limitación de estos procesos es la competencia con empresas que no asumen responsabilidad alguna. Cécile Renouard, entrevistada por La República hace unos días, recordaba un estudio de investigadores británicos, según el cual las empresas que no practican la RSE obtienen ganancias superiores a las de empresas socialmente responsables. En el Perú son muy pocas las empresas que cuentan con programas de RSE, generalmente operan en mercados monopólicos, sectores regulados o industrias extractivas, donde la competencia es débil o inexistente. Además, algunas de ellas entienden la RSE como un ejercicio de relaciones públicas, y no siempre asumen una conducta responsable con sus proveedores, sus clientes ni con sus propios trabajadores. En general, la mayoría de empresas peruanas tiene aún una conducta irresponsable; en muchos casos el “dumping social” es un medio para sobrevivir a la competencia. Con un Estado raquítico, frecuentemente corrompido e ineficiente, es más cómodo adoptar una postura pragmática, aceptando que las grandes empresas hagan lo que el Estado es incapaz de hacer. Sin embargo, debemos preguntarnos si tiene sentido que el bienestar de las personas dependa de la buena voluntad de las corporaciones y de la evolución de los mercados. Las empresas no son agencias de desarrollo ni pueden sustituir al Estado – al que deben contribuir pagando impuestos razonables y en proporción a sus ganancias – no tienen la legitimidad ni las condiciones para priorizar y decidir, democráticamente, la asignación de los recursos. El problema de fondo es que la RSE resulta insostenible frente a la lógica utilitarista, la competencia irresponsable y el imperativo de las ganancias de corto plazo. Así, las propias reglas del sistema frenan las conductas virtuosas y el desarrollo humano.