Alonso Cueto: “Envejecer es un poco negociar con los dolores crónicos”
Acaba de publicar Los años, un diario personal en el que hace revelaciones sobre lo vivido, su familia, su pasión por la escritura, la lectura y también sobre amistades como Arguedas y Ribeyro.
Escribir un diario es también hablarse a sí mismo. Así lo entiende el escritor Alonso Cueto quien acaba de publicar Los años. Diario personal (Ed. Cueto). Un texto que desanda su vida, su familia, su oficio de escritor, porque, como él dice, mide el tiempo que le queda y, cree, no sin reírse, acaso porque también ha perdido el sentido de la vergüenza.
—¿Un libro así, como Los años, se escribe cuando uno ha llegado a la edad, como tú dices, ya de ir caminando por los desfiladeros?
—Claro, porque, creo, que es un libro de memorias, de recuerdos, de la función que tiene el pasado en nuestras vidas. Es un testimonio, creo yo, de cómo podemos manejar las emboscadas que nos da el pasado. Hay recuerdos que vienen a la mente en trozos de imágenes o de sonidos que aparecen y reaparecen. Experiencias que tienen que ver con lo que hemos vivido. Y, por otro lado, un diario es un lugar donde uno hace confesiones que a lo mejor uno no le contaría a nadie en persona, pero se lo cuenta a sí mismo cuando escribe. Es un diario de revelaciones que nunca había contado a nadie y que aparecen aquí porque he perdido el sentido de la vergüenza, creo (risas).
—Escribes que la rutina es un refugio, un hogar, ¿eso es aceptar el peso de los años?
—Sí, porque si bien es cierto la rutina es un refugio, también es una estructura que te ayuda a organizar el día, pero al mismo tiempo no tiene sentido seguir una estructura, una organización si no la rompes, la cuestionas o alteras. Es bien importante, creo yo, seguir una estructura, pero en el camino encontrar recodos, salidas de esa misma rutina porque una persona no puede vivir con una estructura permanente, tiene que también romperla y cuestionarla en todo momento. La rutina es un refugio y romperla es una necesidad.
Los años. Narra las experiencias personales de Cueto a lo largo de su vida. Foto: composiciónLR
—Los años pasan por el cuerpo. José Watanabe alguna vez me dijo “el cuerpo es el mejor amigo del hombre, hay que cuidarlo”.
—Hay que hacerle caso, el cuerpo tiene sus exigencias, sus necesidades, hay que saber interpretarlo. El cuerpo te da muchas ventajas, te ayuda a movilizarte, a experimentar placeres. El cuerpo es un agente de tu conciencia, te lleva por diferentes lugares, pero también te pide cuidado y con los años te pide mucho más. Entonces, hay ciertos dolores que se van haciendo fieles, que van ocupando parte del cuerpo con los que tienes que convivir. Envejecer es un poco negociar con los dolores crónicos que te acompañan. Creo que la idea del cuerpo como un amigo y también como un enemigo es muy exacta.
—Nos medimos en el tiempo. Dices: “El reloj es una lámpara de la realidad”.
—Cuando uno se despierta, a veces está en un estado de confusión. Muchas veces cuando he estado viajando me he despertado en hoteles y de pronto no sé dónde estoy, no sé cómo he llegado hasta allí. En cierto modo, que haya un aparato que representa la realidad, que representa el tiempo en el que uno está, te devuelve a una relación con el mundo. ¿Qué hora es? es una manera de preguntar al mismo tiempo dónde estoy, dónde estamos. Te instala en la realidad. Así vamos viendo cuánto tiempo de vida nos queda también.
—Hablas que los libros son como un paraíso personal.
—Yo creo que uno puede ver, en la biblioteca que tiene, un espejo de quién es uno. La manera cómo los ordenas o desordenas, los libros que acumulas a un lado o al otro; la creación de un orden secreto que solo tú conoces para la organización o desorganización de tus libros, que en tu caso son tus tesoros personales, es una manera de definir quién eres.
—Dices que escribir es como un ejercicio muscular, donde el músculo mayor es la imaginación.
—Digo que es como un músculo porque creo que es igual que los músculos del cuerpo. La imaginación puede llevarte muy lejos, en caminatas y carreras. Y creo que es un músculo que también hay que entrenar, así como entrenas los músculos de tu cuerpo. O sea, es fundamental mantener la imaginación activa. Nunca dejar de imaginar. Yo creo que escribir novelas tiene que ver no con lo que ha pasado sino lo que pudo haber pasado o con lo que debería haber pasado o con lo que uno quisiera que hubiera pasado.
—¿Cómo es eso de que te fuiste al más allá y regresaste? ¿Eres un renacido?
—(Risas) lo que pasa es que luego de una operación, me declararon muerto dos veces; la segunda durante cuatro minutos, pero me resucitaron con adrenalina. Le tengo mucha gratitud a los médicos por haberme traído de nuevo a este lado de las cosas. Tengo una imagen de que yo iba por un camino oscuro donde al final había una puerta que se abría y había unos seres con pelo azul, que les crecía y tenían una sonrisa siniestra y me invitaban a seguir adelante puertas tras puertas. Esa imagen a veces me persigue, me atormenta, pero también trato de luchar contra ese recuerdo para reconciliarme.
—Cuentas sobre la muerte de tu padre, cuando fuiste a sus funerales en el carro que envió Velasco, ¿acaso te muerde alguna culpa por subir al carro de alguien a quien tu padre combatía?
—No siento culpa porque yo era muy joven y no tenía ninguna conciencia clara. Todo esto fue tan inesperado, pero sí, digamos, te podría decir que sigo buscando a mi padre. Mis personajes buscan saber quiénes son sus padres. Él se murió antes de que yo pudiera realmente conocerlo. Se murió como un ideal, como una figura modelo. No tuve el tiempo para ser su amigo. Yo tenía 14 años. Si él hubiera vivido más habríamos podido conversar mejor, aun cuando él a veces me hacía confesiones. Una vez, por ejemplo, antes de jurar como ministro de Belaunde, me dijo : “estoy un poco nervioso”. Me asombró porque no pensé que un padre como él iba a hacer esa confesión a un hijo, como una señal de naturalidad y debilidad humana.
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—A propósito de tus padres, conociste a escritores. Cuentas que Vargas Llosa te aupó de niño yArguedas te llevó al Estadio Nacional. ¿cómo lo recuerdas?
—Arguedas era muy amigo de la familia. Él iba a almorzar todos los martes a la casa. Fue muy cariñoso con nosotros, los hijos, nos hablaba, nos hacía preguntas, nos contaba cuentos, historias y nos regalaba libros. Recuerdo que nos regaló Mafalda y nos habló de Quino. Una vez, cuando mis padres se fueron de viaje, pasó con su Volkswagen y nos recogió para ir al estadio, le gustaba el fútbol. Era, como nosotros, hincha de Alianza Lima. Ese día fuimos a ver un clásico U y Alianza, que ganó Alianza y celebramos a Perico León cuando metió el gol. Pero lo que más le gustaba, creo, no era tanto el fútbol sino el espectáculo alrededor del estadio.
—El mundo de las carretillas…
—Sí, esas carretillas con lámparas de gas, donde habían torres de pan, de huevos, cebollas y salchichas. Y a veces cuando alguien compraba y la vendedora iba agregando huevos fritos, cebollas y salchichas y los panes y los iba repartiendo, todo en medio de humo y un olor de todo este universo humeante de la venta callejera, con vendedoras que conversaban, que saludaban y hacían bromas, todo eso era algo que a él lo fascinaba. Alguna vez le escuché decir que el corazón de una ciudad, de un pueblo, está en dos lugares: los estadios y los mercados.
En provincia, hay todo un ritual y fiestas populares en torno del partido de fútbol. Eso era lo que le interesaba, los coliseos de música popular también. Eso es lo que le alimentaba. Cuando él murió, yo me acuerdo bien de eso y después, cuando lo leí, sentí que ese mismo lenguaje natural, directo, espontáneo, sencillo y, sin embargo, muy poético con el que nos hablaba, era el que estaba usando en sus cuentos y novelas. Sentí que ese era él, que allí estaba, transparentado, presente, en esas páginas. Eso me pareció fascinante. Era recuperarlo por escrito al hombre que nos había hablado, a mi hermano y a mí.
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—También recuerdas a Ribeyro en una verdadera lección para escritores, de escribir solo cuando hay algo sobre qué decir.
—Él me dijo una vez, yo ya no voy a escribir más. Yo solamente escribo cuando tengo algo de qué escribir y como una necesidad urgente. No quiero ser como algunos escritores que algo les pasa y escriben sobre lo que les ha pasado. Bueno, era su manera de ver la escritura. Me hice amigo de él porque alguien, en 1982, cuando estaba en Austin, me dijo que Ribeyro había muerto. Yo escribí un artículo y resulta que no era cierto. Pero se lo mandé y allí empezó nuestra amistad.
— Tomemos la temperatura en la que vive actualmente nuestro país. La clase política peruana está marcada por la corrupción, ¿el Perú es un gran caso policial?
— Mira, la corrupción es resultado de una indiferencia delictiva hacia nuestra comunidad, hacia nuestro país. La gente corrupta no tiene ningún interés en pertenecer a ningún lugar, solamente le interesa romper todas las reglas para su propio beneficio. Esa es la gran lacra de la vida peruana, pero esta lacra viene de un problema más antiguo, que es la fragmentación y la división en la que vivimos. En el país más fragmentado, más dividido, más roto, cultural y socialmente, es más fácil que surja la corrupción. Ese es el pecado original de la sociedad peruana, como es la discriminación, el racismo, la fragmentación, la división, que nos lleva a la corrupción.
— ¿Crees que la discriminación, el racismo, es otra marca de la vida peruana?
— Mira, existe en todos lados. Existe más en algunos sitios que en otros, pero evidentemente el país es muy rico, muy diverso, fascinante en su diversidad y también marcado por, justamente, en esa diversidad, en un momento de su desarrollo, por la discriminación y el racismo. Eso ha mejorado desde cuando yo era joven porque ahora hay menos o, por lo menos, se disimula más. Ahora hay, por ejemplo, leyes contra el racismo y contra la discriminación, pero el camino que tenemos todavía es muy largo.
— El gobierno de Dina Boluarte ya lleva 60 muertos, ¿cómo salimos de la crisis?
— Yo veo que muchos están de acuerdo de oponerse al gobierno de Dina Boluarte, lo que me parece muy bien, pero lo que no veo es en apoyo de quién. No hay un consenso de un líder nuevo. Ese es el problema más grave que veo, no la presencia de Dina Boluarte sino la ausencia de un líder nuevo que nos pueda sacar de esta situación y llevarnos a una realidad nueva. Eso nos va tomar mucho tiempo. Ser líder en un país como el nuestro es poder integrar a diferentes culturas, lenguas, etnias y representarlos de una u otra manera a todos. Ese es el gran reto de este momento.
— ¿Qué habría dicho Arguedas por la convulsión social actual de Puno, y de Puno hacia Lima?
— No lo sabría decir, pero Puno es uno de los emblemas del Perú. Puno es una de las zonas más ricas, más interesantes más fascinante que hay en nuestro país y seguramente Arguedas lo sabía muy bien. Lo que vive actualmente, como te digo, es el tema de la integración en el Perú.
— Lo último, estás en la revisión final de tu novela sobre Francisca Pizarro, ¿qué te sedujo del personaje ya tratado recientemente por María Rostworowski y Álvaro Vargas Llosa?
— Hay mucha bibliografía sobre ella, la hija del conquistador e Inés Huaylas. Me fascina ese personaje. O sea, tuvo una vida llena de peripecias. A los tres años, Pizarro se la entrega a una española para que la crie como española, no como inca. Luego ella vive en Lima con esta mujer, Inés Muñoz, que era la cuñada de Pizarro. Cuando ella tiene 7 años, matan a su padre. Después la exilan a España, luego se casa con su tío y vive preso con él. Y hay la idea de que ella se sometió a estas imposiciones de una manera sumisa y obediente. Yo trato de luchar contra esa idea. Yo creo que ella tuvo una serie de rebeldías contra las imposiciones que le dieron por razones que ya están en la novela. Creo que también el hecho de que no hay muchos documentos personales de ella la hacen más interesante porque la hacen más misteriosa. Lo demás se contará en la novela.