Por: David Rivera
Durante los últimos 20 años, la derecha se ha jactado de los beneficios del “modelo” económico que se inició con las reformas de libre mercado de los 90. No les ha faltado razón. Tras la crisis de fines de los 80, era indispensable construir una macroeconomía sana y estable, así como impulsar la inversión privada como motor del crecimiento económico y de la generación de empleo.
Durante ese mismo período, y no pocas veces, diversas voces llamaron la atención sobre las fallas del “modelo”, voces a las que inmediatamente se las calificó de “caviares”, “rojas”, “izquierdistas”. No importaban los argumentos, ni siquiera si se apelaba a la experiencia de países que se suponían referentes, como Chile. Si algo no cuadraba exactamente con lo que ellos concebían como parte del modelo de libre mercado, el debate se acababa calificando a dichas voces como “enemigos del progreso”.
Hoy que ya no somos los campeones del crecimiento del PBI, ni de las rentabilidades de la BVL, sino en la cantidad de muertes por millón por COVID-19 en el mundo, nuestra derecha argumenta que las principales razones de la tragedia sanitaria –y económica– que estamos viviendo son la ineficiencia del aparato estatal y la corrupción. Son, sin duda, dos variables de la mayor relevancia, pero ¿son las únicas? Más aún, ¿qué factores llevaron a que ello sea así? Ahora que ya se vislumbran los potenciales candidatos que representarían a la derecha, es aún más necesario responder a estas preguntas. Revisemos cómo llegamos a esta situación.
Las sociedades no se rigen únicamente por marcos jurídicos, sino fundamentalmente por narrativas dentro de las cuales se insertan las leyes y sus objetivos. El mejor ejemplo de cómo funcionan las narrativas nos lo ha dado la misma pandemia. El gobierno tenía la facultad legal de intervenir el sistema de salud en su conjunto (público y privado) apelando a la Ley General de Salud dada por el propio Fujimori (no al fuego artificial de “expropiación” que lanzó Vizcarra). Pero “una mano invisible” impidió que fuese así. Es una medida que tomaron gobiernos de derecha como los de Francia y Chile, pero en el Perú, donde hasta se niega la existencia del neoliberalismo, ello hubiese sido calificado de herejía.
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Muchos dirán que hacerlo hubiese sido contraproducente, pues el Estado peruano es ineficiente y nada garantiza que hubiese tenido la capacidad de asumir el control de todo el sistema de salud. Y suena lógico. Pero esa es justamente la trampa (y el círculo vicioso) que la derecha consiguió instalar desde los 90 y que le fue funcional para intentar consolidar la idea de que solo lo privado salvaría al Perú. ¿Es posible asignarle tamaña responsabilidad a la derecha? Para responder, nuevamente la pregunta clave es: ¿cómo llegamos a tener un Estado tan incapaz de cumplir con sus roles esenciales?
Está claro que la crisis de fines de los 80 dejó agónico al Estado peruano. Pero también que las reformas de los 90 buscaron reducirlo a su mínima expresión y construir la idea de que solo la privatización podía garantizar servicios públicos eficientes. Fue así que la educación y la salud fueron omitidas de las prioridades de política pública desde los 90.
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¿Le suena a exageración? Cómo será de cierto que si revisamos el debate público de las últimas dos décadas, constataremos que la educación no aparece como una prioridad de política pública hasta que el crecimiento económico de mediados de los 2000 puso en evidencia la falta de empleo calificado para las empresas y para sostener los niveles de crecimiento del PBI que comenzamos a registrar. Recordemos que cuando Alejandro Toledo prometió duplicar el sueldo de los maestros (ganaban S/ 690), se le acusó de populista y la derecha intentó frenarlo a como dé lugar. Y seamos honestos, una pieza fundamental para ganar esa pelea fue Kuczynski, su ministro de Economía, porque era un “gringo de derecha” –y no un “cholo” o un “caviar”– el que les decía por qué era importante hacerlo.
Si seguimos la línea de tiempo, constataremos también que la educación pública logra ponerse en el centro de las políticas públicas cuando Jaime Saavedra asume el liderazgo del debate, de alguna manera porque también era uno de sus “iguales” ideológicamente hablando. Ya para entonces, tanto Saavedra como otros tecnócratas de centro derecha –sensatos e intelectualmente honestos–, habían comenzado a llamar la atención sobre las graves falencias del modelo, y a afirmar que a pesar de las altas tasas de crecimiento, no habíamos sentado las bases que nos condujeran al desarrollo.
Para ese momento, las evaluaciones censales habían permitido constatar que la educación privada escolar no era mejor que la educación pública, que la miniburbuja de los pocos colegios privados de buena calidad era opacada por ráfagas de centros de educación privados de pésima calidad, abiertos hasta en cocheras de casas particulares sin capacidad pedagógica alguna. Sí, el Estado era ineficiente y corrupto, pero el fanatismo ideológico nos llevó a ese mismo estado de las cosas en el ámbito privado.
Incluso cuando Jaime Saavedra consiguió dar –y luego ganar– la pelea por la supervisión de la educación superior, tuvo que enfrentarse a la derecha trasnochada que se resistía a asumir la realidad: que cientos de miles de jóvenes y sus familias habían sido estafados por seudoempresarios “preocupados por la educación”.
Hasta antes de ello, la derecha más recalcitrante y predominante, intentó vendernos la idea de que entre la inversión privada y las nacientes ONG de buena voluntad que intentaban movilizar recursos del sector privado hacia la educación, era posible tener un sistema educativo del primer mundo. ¿Cuál era su referente internacional? Ninguno.
Algo similar ha sucedido con la salud. El objetivo final era su privatización, como también la del agua. No importaba que la experiencia internacional mostrase que los países desarrollados se caracterizan por contar con servicios esenciales administrados por el Estado. A diferencia de la educación, Essalud y luego las EPS ayudaron a crear una burbuja para los trabajadores asalariados, mientras que la salud pública de mala calidad no le importaba a nadie. Total, era para ese Perú “invisible” de pobres, informales e ilegales a quienes algún día se podría convencer de que solo los privados podían garantizar un servicio de calidad. Como parte de esa lógica, el siguiente paso fue la tercerización de los servicios de salud públicos hacia los privados. Y así, el círculo vicioso siguió funcionando.
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La responsabilidad de la derecha trasnochada de lo que nos está sucediendo va mucho más allá. Recordemos aquel anhelo de ingresar a la OCDE como símbolo del progreso hacia el que supuestamente andaba enrumbado el Perú. ¿Acaso no pusieron reversa y pretendieron frenar el proceso apenas se dieron cuenta de que la implementación de la Norma XVI terminaría pillando la forma en que lograron eludir impuestos durante todo este tiempo? ¿O cuando se dieron cuenta de lo que implicaba la implementación de una ley para el control de fusiones y adquisiciones? ¿No tenemos mercados concentrados, integrados verticalmente y coludidos (oxígeno, bancos, clínicas-seguros, farmacias, etc.) gracias al eficaz lobby que desplegó la derecha más obtusa todo este tiempo?
Ejemplos hay de sobra. Recordemos uno más: la mala palabra planificación. Nuevamente, no importaba que las principales economías del mundo contasen con centros de planificación (o prospectiva) como eje orientador de sus políticas públicas. No importaba que China lo tuviese como uno de sus ejes centrales (no solo la apertura económica y la inversión privada). Aquella idea de Den Xiao Ping de que “no importa el color del gato siempre que cace ratones”, fue utilizada cuando había que sustentar que el Estado había fracasado y que solo lo privado salvaría al Perú. Nunca en el sentido contrario, por más que la propia China fuese ejemplo de la importancia de hallar un equilibrio entre mercado y Estado. En realidad, siempre les importó el color del gato. Solo intentaron disfrazarlo.
Si algo hay que reconocerle a la derecha peruana es que, a diferencia de las posiciones ideológicas de izquierda o de centro, han sido efectivos. Han tenido la capacidad para crear discursos y narrativas y para tener operadores encargados de defender todo lo que fuese necesario, entre ellos, a medios de comunicación –también concentrados– alineados con el discurso del gran empresariado. Han sido tan efectivos en la comunicación de sus “sentidos comunes” que muchos de sus voceros –también responsables de lo que estamos viviendo– siguen siendo voces autorizadas sobre temas trascendentales para el país.
El sector más recalcitrante de la derecha afirma, además, que el problema no es solo la mala gestión pública, sino también su corrupción. Lo afirman como si tampoco tuviesen nada que ver con ese problema.
Habría que recordarles que Moises Naim les dijo en la CADE de 2015 que la fi esta se había acabado, que era hora de las reformas institucionales y que, como parte de ellas, era prioritaria la reforma del sistema de justicia. Pero ni porque uno de sus “iguales” se los dijo en su propia cancha, lo entendieron. Ahora sabemos que eran parte sustantiva de la maquinaria: el aceite lo ponían ellos. Si no fuese por el destape del caso Odebrecht seguirían operando así, y llevando maletines cargados de dinero para potenciales gobiernos que mantendrían la maquinaria de la corrupción andando. No importaba que se perjudicase al país, porque los beneficiaba a ellos.
Es imposible pedirle a los grandes empresarios (y a la derecha que le cuida las espaldas) que se metan la mano al bolsillo y aporten más impuestos. Lo es incluso en momentos de crisis como el actual. No importa que sean los que más se han beneficiado del “modelo” y los que menos se perjudicarán con la crisis (algunos incluso se beneficiarán). Es otro de esos campos donde el capitalismo global ha logrado construir la narrativa de que más impuestos = menos inversiones privadas, menos empleo, menos tributos, menos gasto público. Y así efectivamente funciona, particularmente en sociedades donde el interés privado y el interés público van por “carriles separados”.
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Pero tal vez sea posible convencer a una parte de ellos (y a una parte de sus candidatos) de que les conviene hacer un alto y reflexionar sobre lo hecho y sobre lo que toca hacer en adelante. Quizás deberían considerar que países de la región que eran más prósperos y tenían mayores niveles educativos que Perú, como Argentina y Venezuela, terminaron eligiendo a gobernantes como los Kischner o como Chavéz-Maduro. No, no es que las sociedades decidan repentinamente tirar todo por la borda. Es que tarde o temprano las desigualdades y/o la indignación buscan un catalizador. Y, lamentablemente para todos, los populismos llegan para “solucionar” irresponsablemente aquello que los tecnócratas –que se consideran responsables– no quisieron afrontar. El Congreso actual debería bastar como señal.
Es difícil pedirle un “acto de constricción” a un candidato como Roque Benavides (o a la misma Confiep). Pero tal vez Fernando Cillóniz, o incluso el monotemático Hernando de Soto, podrían asumir la responsabilidad de darle una explicación al país ahora que pretenden representar a la derecha en el Perú.
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