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Opinión

Camila: el derecho a un futuro, por Patricia Andrade

“Lo que sigue es más violencia: pasó de víctima a perseguida y procesada penalmente, tuvo que abandonar la escuela y el pueblo rural donde vivía...”.

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“Lo que sigue es más violencia: pasó de víctima a perseguida y procesada penalmente, tuvo que abandonar la escuela y el pueblo rural donde vivía...”.

Camila, ahora de 19 años, fue en un momento una niña indígena violada por su padre desde los 9 años, víctima silenciosa como tantas otras niñas-adolescentes. A los 13 años queda embarazada. Asustada y desesperada, no desea seguir con un embarazo producto de la violencia ejercida por quien debió cuidarla. Su madre interpone denuncia en la comisaría del pueblo y solicita el aborto terapéutico establecido por ley, ante el riesgo para la salud física y emocional de su hija. El personal de los centros de salud desatiende su pedido. A las 13 semanas de gestación, Camila tiene una pérdida espontánea. Lo que sigue es más violencia: pasó de víctima a perseguida y procesada penalmente, tuvo que abandonar la escuela y el pueblo rural donde vivía.

Seis años después, se abre una ruta de reparación cuando el Comité de los Derechos del Niño de la ONU determinó que el Perú violó sus derechos a la salud y a la vida (Naciones Unidas, 2023). Pero ¿qué hay de las otras ‘Camilas’ igualmente abusadas, sin tener a quién recurrir?

En el Perú, la violencia y acoso sexual contra niñas y adolescentes es un problema público que cuesta vidas y trunca proyectos a miles de ellas; violencia perpetrada con frecuencia por personas del entorno cercano, muchas veces los progenitores. Según el Minsa, a septiembre del 2022, había casi 30.000 embarazos en menores de 19 años; para el año 2023, a febrero, 3.429 mujeres de entre 11 y 19 años convertidas en madres (Infobae, 2023).

Luego del feminicidio, la violencia sexual —agresión en la cual el 90% se trata de mujeres— es una de las expresiones más extremas de una manera de concebir las relaciones en función a nuestro sexo biológico. Una cultura construida históricamente que, con sus matices, sigue asumiendo a la mujer como objeto en una relación de poder-sujeción, hecho agravado por factores generacionales, estatus socioeconómico, discapacidad.

Nuestra niñez y adolescencia requiere oportunidades para aprender a reconocerse como personas valiosas, merecedoras de respeto incondicional, a comprender y vivir su sexualidad de manera integral y responsable, a distinguir y rechazar relaciones que afectan su bienestar, incomodan o atemorizan.

Necesitamos hacer de las escuelas espacios seguros y confiables, donde las víctimas de violencia puedan confiar lo que les pasa y encontrar apoyo. Esto implica una educación sexual integral (ESI), que urge implementar con decisión y profundidad, y una educación con enfoque de género, que cuestione los estereotipos que sostienen relaciones de poder y subordinación.

Porque todas las ‘Camilas’, niñas y adolescentes, tienen derecho a crecer sintiéndose seguras y protegidas, a soñar y construir su futuro, sin el peso de una maternidad impuesta a costa del dolor y la negación de sí mismas.