En 2021 cumplimos doscientos años de independencia y al menos cinco de una crisis de poder irresuelta, que se expresa en el persistente conflicto Ejecutivo-Legislativo y el bloqueo de cualquier intento de reformar la democracia o cortar los abusos del mercado.
Las razones de esta crisis, aunque muchos se resistan a admitirlo, están en el colapso del cauce económico y de representación que abrió el golpe de 1992, un “modelo” bajo el cual el Estado permaneció rehén de las élites, gestoras de las trasnacionales, mientras Fujimori y Montesinos mantenían el país a raya a punta de corrupción, represión y una economía del “sálvese quien pueda”.
Al caer la dictadura, como sostiene el sociólogo Francisco Durand, el arreglo económico se mantuvo, dejando intactas las bases de la “república empresarial” que llega hasta hoy. Pero esa forma de administrar el país ha perdido legitimidad al mantener en precariedad e incertidumbre a millones de compatriotas que no ven que el Estado o el Mercado les aseguren condiciones para una vida digna. Al contrario, cada día experimentan el desprecio contra su trabajo y sus medios de vida, recortes de derechos, agresiones contra su entorno ambiental e inseguridad a raíz del narcotráfico, la tala ilegal, la minería (“moderna” o “informal”), cuando no por la delincuencia común, ante la que todas las clases se sienten más o menos expuestas.
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La situación está lejos de ser un problema solo de los llamados “sectores vulnerables”. Es la condición diaria de unas ficticias y endeudadas clases medias, cuyas necesidades son cubiertas por una oferta privada de mala calidad: colegios absurdamente caros, viviendas impagables, universidades-negocio, clínicas estafadoras, etc. Una economía que no integra ni iguala, corroe la convivencia y resquebraja el régimen político.
Con la pandemia de COVID-19, el Estado “mínimo” promocionado como ideal por décadas mostró ser inservible. Entre 2020 y 2021, esa ilusión nos cobró todas las facturas. El récord global de muerte que registró Perú se explica tanto por la actuación del coronavirus en una sociedad marcada por el desorden y un débil sentido de comunidad, como por una red hospitalaria abandonada en décadas de desprecio hacia la planificación, la inversión pública y la carrera pública en salud. A ello se sumó la aberrante negativa ideológica a compensar a la población con un bono universal.
El que debió ser el año de la conmemoración de los dos siglos de vida republicana se inició con la segunda ola pandémica en ascenso; el primer semestre cerró con el sinceramiento de las cifras letales: más de 180 mil personas perdieron la vida entre marzo de 2020 y mayo de 2021.
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Aún sin el virus, el año del Bicentenario estaba condenado por el conflicto político. El proceso electoral y la instalación del nuevo gobierno, en vez de propiciar un reordenamiento del tablero político, revelaron, por un lado, la cara de la derecha racista y antidemocrática, y por otro lado, la incapacidad de toda la izquierda de traducir nuestras consignas en una plataforma de gobierno. Mientras una iniciativa concreta para fortalecer el Estado y atacar las bases de la desigualdad como la reforma tributaria es abandonada por el propio gobierno, la promesa de la asamblea constituyente es manoseada irresponsablemente por los “radicales” de turno que hoy se abrazan con el golpismo parlamentario.
La elección de un gobierno “de cambio” no ha sido suficiente para dar la vuelta a la página. La tarea para el 2022 debe ser retomar la iniciativa respondiendo a las expectativas de las mayorías, abriendo los canales para la participación y movilización popular desde el gobierno, rompiendo el sectarismo de quienes creen que el pueblo les pertenece.
Pandemia, COVID-19