Pedro Escribano El gato, sobre la mesa y frente a él, no querrá adivinarle la suerte. A un crítico literario como José Miguel Oviedo, querrá adivinarle lo que piensa, lo que trama en sus adentros sobre las obras y los autores. Estamos en la librería El Virrey para conversar sobre su último libro, Una locura razonable: memorias de un crítico literario (Ed. Aguilar), donde el autor, también con sigilo de felino, recuerda y comenta hechos, situaciones de todo lo vivido en su mundo literario y también en su mundo personal. José Miguel Oviedo, apreciado, denostado, fue propiamente el crítico y testigo de una generación de autores brillantes que han sido y son amigos personales, tales como Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, para citar solo dos. Confiesa que empezó a escribir estas memorias para una publicación póstuma, por las revelaciones que en él hace. Pero no, por consejo de Alonso Cueto, la edición se hizo. También lo escribió impulsado por un verso de Nicolás Guillén, cuando el poeta cubano se adelanta a la muerte y le dice: “¡Te vi primero!”. “Es un precioso verso. Nicolás Guillén no es uno de mis poetas favoritos, tiene gracia y todo, pero ese verso es genial, “¡te vi primero!”, explica el crítico. Señala que si este libro es una suerte de enjuiciamiento para muchos escritores, no deja de ser también un paredón de fusilamiento para su persona. “Si yo puedo hablar con dureza de ciertas personas, puedo juzgar de una manera dura a personas que quiero, admiro y son amigas; pero la persona de la cual hablo peor es de mí mismo. Yo soy el peor pecador, el más cobarde, el más implacable conmigo mismo”, confiesa. Rigor también contra usted. Así es. Son memorias casi contra mí mismo y eso es algo que quiero subrayar. El que está más en falta, el más cobarde, el más difícil de entender, el menos justificable soy yo. Pero usted es un crítico que acunó a una generación tan brillante: Gabo, Vargas Llosa. Yo estoy muy feliz de haber vivido en los años 60 esa eclosión de la novela, aunque no sólo de la novela. Cuando era un joven, he sido testigo de muchas vidas importantes y muchos acontecimientos y eso es lo que he tratado de recoger en las memorias. Y aquí a veces me ocupo de mí mismo y revelo cosas que nunca pensé en mi vida que las iba a revelar, sobre mi familia, mi vida personal, en fin. Porque la idea era esta: si yo entro en el terreno de lo muy privado, hago críticas de personas amigas que forman mi entorno, ¿por qué me voy a salvar? Aquí recuerda a Sebastián Salazar Bondy, ¿hubiera sido el crítico que es sin su amistad? No sería la persona literaria que creo que soy, no solamente crítico sino en actitud ante la vida. Además, yo creo que gracias a Sebastián tengo un rasgo que me ha permitido sobrevivir tan largos años, que es el sentido del humor. O sea, nunca me tomo demasiado en serio. Cuando estoy a punto de atravesar un periodo difícil, me refugio en el humor, en la autoironía, me burlo de mí mismo y eso es también herencia de mi madre. Creo haberlo heredado, pero con Sebastián eso se fortaleció, él era un tipo increíble, graciosísimo, divertido, con frases, dichos criollos, observaciones agudas, impertinentes a veces. Era genial. Eso me acompaña todavía, sino no podría tolerar mi vida. No podría soportarse. Absolutamente. Salazar Bondy era además un modelo de escritor, hacía teatro, crítica de literatura, de cine, de arte… Y tenía algo más: era una persona simpatiquísima, todo el mundo lo quería. Yo en algún momento dije por escrito, “lo querían hasta sus enemigos”. Murió muy joven, a los 41 años. Yo lo considero mi padrino literario. ¿Tenía como amigo a Salazar Bondy, pero también, casi en la otra orilla, a Arguedas? ¡Cuidado! Si lees bien el pasaje sobre Arguedas, verás el humor secreto de él, cuando nos contaba chistes quechuas, los contaba con una gracia tal que lo disfrutábamos enormemente. Él tenía un sentido del humor secreto, era un hombre neurótico, con una vida muy complicada. Era un humor interno que le ayudaba a superar muchas veces sus problemas. Como ese pasaje en el que vuelan en un avión sin aire presurizado. Sí. “Me siento como un cóndor” dijo y se levantó del asiento. Todos teníamos soroche menos él. Dos años después ese avión se cayó. Habla del rapto ideológico de Arguedas, ¿cree eso? Yo pienso que sí. Siempre Arguedas aparece como ícono de la izquierda. Arguedas era un hombre tan conflictivo que inclusive su visión de lo político estaba teñida por eso. Él no sabía bien qué papel debía cumplir, esta es una parte dura de mis memorias. Lo que voy a decir no le va a gustar a mucha gente y corro el riesgo. Arguedas no sabía bien dónde colocarse, él no era comunista ¡en absoluto! Era un hombre que creía, que tenía una vocación, una adhesión profunda por el mundo andino que implicaba una inclinación, una visión cercana a la izquierda, sin duda; pero él era, desde el punto de vista ideológico, una persona muy confundida. Sobre todo cuando aparece el gobierno militar de Velasco, él no sabe qué papel debe cumplir. ¿Se suma a la revolución militar o no?, ¿es el momento de afinar sus opiniones sobre la revolución y la izquierda para incorporar lo que está haciendo el gobierno militar o no? Eso lo mató. Como no sabía dónde colocarse, dijo: “Bueno, me pego un tiro”, no pudo resolver ese dilema profundo. Eso no es lo de un comunista a machamartillo. No es el caso de Romualdo, de Gustavo Valcárcel y otros, no. Él era una persona complicada, confusa. ¿Usted cree que si él fuera comunista se hubiera adherido? Sin problemas. O no, eso no lo sé, de pronto habría dicho: “No, estos son unos farsantes”. Pero él no sabía, incluso en algún momento –no conversamos muy largo sobre esto–, pero lo sugirió. Bueno, las cartas famosas en la revista Amaru con Hugo Blanco son muy reveladoras. Usted vio nacer literariamente a Vargas Llosa. Además fue el primero en escribir un libro sobre su obra, ¿cómo asume esta experiencia? Bueno, me siento afortunado de haberlo tenido como compañero de aventuras literarias, haber leído sus primeras obras y haber advertido que este escritor era ya escritor desde el primer libro, es decir, tenía una madurez interna extraordinaria. Las tres primeras novelas, aparte de Los Cachorros, que también tiene lo suyo, son increíblemente perfectas. Antes de los 27 años ya era un maestro. ¿Cómo concibe el mundo conflictivo, inmensamente complejo, enredado, laberíntico de Conversación en la catedral? Dime tú…, que comienza con esa escena maravillosa, “Santiago Zavala contempla desde la avenida Tacna. Entonces, hace la definición más perfecta de ese mundo feo, mediocre, deleznable, sin ningún interés de ningún tipo y dice “¿en qué momento se jodió el Perú?”. Porque sólo un país jodido puede ser lo que es ahora, ¡es que es notable! En su libro señala que Gabo decía que Vargas Llosa ya sabía escribir… “Y yo en cambio no”, eso dice Gabo. Y eso es cierto, Mario aprendió a escribir antes de escribir. El otro, en cambio dice, “me demoré”, pero mira esa demora qué resultados tuvo. Son dos modelos antagónicos. ¿Y tiene alguna preferencia por alguno de ellos? No hay forma, es como decir qué te gusta más, baja o moza. ¿Qué haces? No tiene sentido. Pero recuerda, Vargas Llosa es el primero quien le dedica un estudio íntegro de García Márquez, Historia de un deicidio. Examinó cada cosa con una puntualidad, con un cuidado. Alguien ha dicho –no voy a citar su nombre— que Mario no es siempre un gran novelista, hay altibajos, pero en lo que sí es perfecto es como crítico. Como crítico es una cosa increíble. ¿La crítica literaria, sobre todo la crítica literaria periodística, a veces es ingrata? Sí, muchas veces lo es. Pero cuando tú escribes el comentario o análisis gozas como un rey. Después vienen los problemas porque a veces el comentario tuyo tiene cierta dureza o dice cosas impertinentes que el autor no espera. Muchas veces me ha pasado eso, he perdido amistades, que comento en un libro de esas personas y la amistad desaparece. Pero también ha ocurrido esto que me halaga mucho decirlo: veinte años después que yo hubiese publicado un comentario de un libro de poesía de este poeta, me lo encuentro en algún lugar del mundo y me dice: “José Miguel, quiero que sepas una cosa, tenías razón”. Entonces yo lo abrazo como si fuera mi hijo, él necesitó veinte años para darse cuenta. Me ha pasado más de una vez. Cuando hacías crítica en un diario de Lima se te creía un todopoderoso, crítico que favorecía a la elite, a la argolla, “el crítico de los burgueses”. Mira, yo comentaba los libros que llegaban a mi mesa, que los escritores me mandaban, los que eran de actualidad internacional importante de América Latina o de Europa, o incluso de otros países que venían en traducción. Yo trataba de cubrir todos esos ámbitos literarios del mejor modo que podía, cometiendo errores de los cuales evidentemente no era consciente, sino no los hubiese cometido. ¿Es eso una demostración de que yo era un elitista? Modestamente creo que no. Por cierto tenía amigos, pero a veces me peleaba con ellos por un comentario y, a veces, a gente que estaba muy lejos de mí, por razones ideológicas, políticas, lo que fuese, les hacía un comentario favorable, sin que ellos hiciesen ningún gesto de agradecimiento. Si eso es ser un crítico elitista, pues no sé qué podría haber hecho de manera distinta, cómo podría haber evitado esa crítica. Yo comentaba incluso a algunos de la izquierda muy reconocidos. Fue lapidario con Romualdo. ¡Ah! bueno, sí. Qué bueno que lo menciones porque cuando Romualdo publicó En la extensión de la palabra, un libro tardío, yo lo comenté en El Comercio, fíjate. Me gustó mucho y yo subrayé algo, él estaba haciendo algo parecido a Octavio Paz que era su antítesis. Y nunca Romualdo acusó recibo de eso. Sencillamente lo hice por respeto a la verdad, digamos. Si lo critiqué cuando me parecía malo, ahora lo elogio cuando me parecía que producía algo bueno, tan sencillo como eso. En este libro propiamente te despides y no sabes qué suerte va a correr tu biblioteca. No sé pues qué va a pasar, es una cuestión que postergo cada día. Cada día me lo planteo y digo: “No, mañana”. Lo dejo siempre para después. ¿Es doloroso despedirse de sus libros? Es tristísimo.