De regreso a clases: el efecto que la privación social dejó en los estudiantes
La educación no posee las mismas características desde que la COVID-19 invadió los horarios y redujo el contacto. Conoce en esta nota cómo el lado más emocional de este derecho se ha visto trastocado.
La palabra favorita de Luciana Castillo es “ice cream”. Ella tiene seis años y disfruta la clase de inglés mucho más que la de matemática porque hay una canción de bienvenida que es bastante pegadiza para su memoria en formación. Pero en su lista de recuerdos guarda también los recreos de su fase preescolar, cuando no llegaba el virus que le quitó un primer grado presencial y la posibilidad de entusiasmarse con “las aulas bonitas”, como las llama.
“No puedo abrazar a mis amigos”, dice. Lo cierto es que tampoco los conoce personalmente, porque ahora ella está matriculada en un colegio distinto al que asistía antes de que conociera el confinamiento y el protocolo sanitario. Culminó el inicial entre paredes y empezó la primaria de la misma forma. Luciana afirma que no le causa miedo regresar a clases —solo le teme a las puertas cerradas— porque “las sumas en la pizarra seguro son más divertidas”, sostiene.
Y ese esperado retorno a las aulas ya fue confirmado por Hugo Reynaga, funcionario del Ministerio de Educación (Minedu), durante una mesa de trabajo de la Comisión de Educación del Congreso. Él declaró que la nueva presencialidad, programada para marzo del 2022, se basará en tres principios, seguridad, flexibilidad y descentralización, para que todos los colegios públicos y privados del país puedan abrir sus puertas.
En esta línea, Wendy Quintasi Mercado, especialista en terapia de familia y de pareja y docente de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas, señala que “es necesario el trabajo de contención emocional antes que pensar en recuperar conocimientos y aprendizajes. (...) Cómo se gestionan las emociones en niños y adolescentes va a incidir mucho en cómo ellos reaccionan frente a las clases”. La experta apoya un retorno que comprenda la cara emocional después de los estragos de la pandemia.
Niños sin precedentes escolares
También están aquellos que no llegaron siquiera a experimentar un contacto en aula. María Tantarico Guevara, técnica en estimulación temprana, tiene 32 años y dos hijos: una niña de ocho y un niño de cuatro. Ambos reciben clases virtuales pero, desde su instrucción académica, María observa que en las clases del pequeño hay niños que presentan dificultades: “Veo que a muchos les falta el desarrollo del lenguaje, sentarse solos y prestar atención a la miss. La profesora puede animar con cantos, expresiones y figuras, pero me doy cuenta de que ellos siempre quieren estar con mamá”, comenta.
Ella opina que el retorno a clases debe ser gradual porque “la pandemia todavía no nos ha dejado”. Además, asegura que si bien es vital cuidar del protocolo, también los niños deben enfrentarse a un reto mayor: la reacción al estar en grupo. Durante casi dos años, la práctica de estimulación temprana se ha visto desplazada por un confinamiento que afectó todos los ámbitos: desde la economía familiar hasta los horarios de trabajo de los padres. Esta privación contribuye a que se acentúen inconvenientes en el progreso de un niño: “El niño que sí lleva estimulación es un niño que va a ser más independiente, que no va a tener problemas con el lenguaje, es decir, en temas de comunicación. Hay pequeños de cuatro años que todavía no pueden pronunciar muy bien, que son tímidos”, argumenta.
La especialista en terapia de familia y de pareja advierte que los niños ya no están habituados a las interacciones sociales, a utilizar el lenguaje, en el caso de los menores. “Se trata del momento en el que el nivel de desarrollo neuronal es tan alto que es la época en donde más absorben conocimientos, experiencias del movimiento, del juego”. “Esos niños, cuyas habilidades sociales e individuales se han retrasado, van a ir temerosos. Hemos visto que con la pandemia el proceso de desapego de la figura parental se está dificultando”, manifiesta.
El escenario de los adolescentes
Mariela Criollo, una maestra de Arte y cultura del nivel secundario que labora en Hualcuy, Ayabaca —una zona de la serranía piurana—, tiene 47 años y pasó de realizar viajes largos hasta su lugar de trabajo a permanecer frente a la laptop casi el día entero. Emplea el artefacto tecnológico solo para tipear sus sesiones, porque para comunicarse con sus alumnos tiene que prestarse del celular y de una dosis de buena suerte: la buena señal donde radican sus estudiantes es cosa de algunos días, la luz eléctrica también.
Ella ha conocido finales e inicios, en ese orden, durante la pandemia: hasta el año pasado trabajó en Jililí, otro pueblo de zona rural, pero desde marzo de 2021 ingresó a través de una pantalla a la institución “Leonidas Rivera Calle”. Ya conoce a sus colegas porque desde septiembre del 2021 tanto el personal docente como el administrativo estipuló ir una semana al mes para recoger evidencias de las tareas realizadas por los estudiantes, pero todavía no experimenta la convivencia con el alumnado: “Algunos chicos regresarán, pero otros no porque ya han dejado las clases y se han ido a trabajar. La realidad del campo es distinta”.
Además, está preocupada por el proceso de adaptación de los alumnos: “Hay alumnos que se han quedado sin padres y hay otras familias que se han quedado sin trabajo. El estrés y la depresión en los jóvenes son mayores”, indica. Si bien el retorno representa la disminución de brechas tecnológicas porque “ya no va a importar si el alumno tiene celular de teclas o moderno”, confiesa, “habrá mucho más que hablar en tutoría porque tanto ellos como yo tendremos más por compartir”.
Unicef ha reportado que para finales de este año se cree que serán alrededor de 700.000 niños y adolescentes los que hayan abandonado la escuela, hasta el año pasado eran 250.000 estudiantes los que habían desertado. Wendy Quintasi explica que para evitar este panorama se debe “convocar a los niños, saber cómo están, saber qué cosas han cambiado en su vida y en su familia. Conocer cómo se sienten a nivel personal”.
“Ahora no solo los debemos proteger (a los alumnos) de la COVID-19, sino que los debemos proteger de que no desarrollen cuadros ansiosos, cuadros depresivos, de que no se trunquen sus habilidades sociales. Creo que hoy en día cuidarlos también tiene que ver con hacerles este espacio donde ellos puedan desarrollar todas las competencias”, concluye la especialista.