Los choques del Congreso y el Ejecutivo antes del Combate del 2 de mayo
Casi dos años antes de la guerra con España, en 1864, el Congreso ejercía presión sobre el Ejecutivo para que recuperara las islas de Chincha, pero el presidente Pezet se resistía por la debilidad bélica del Perú.
Un 2 de mayo de 154 años atrás, a las “once y cincuenta de la mañana”, como refiere el ilustre historiador tacneño Jorge Basadre en su libro Chile, Perú y Bolivia independientes, empezó en la bahía del Callao el Combate del 2 de mayo.
Era la práctica culminación de un episodio de la historia nacional que se divide en dos etapas claras y consecutivas: el conflicto, de tinte político y diplomático, entre el Perú y España, y la guerra, de evidente escala militar, que congregó al Perú, Chile, Ecuador y Bolivia como una sola fuerza ante la otrora metrópoli.
“Como en una antigua pintura de batalla naval”, cuenta Basadre, “la escuadra [española], tendida en una línea, se acercó desafiante al puerto con los masteleros de juante calados y los grandes pabellones tremolando a la suave brisa de la mañana”.
La flota española, tras ocupar las islas guaneras de Chincha, venía de bombardear Valparaíso, en Chile. Sin embargo, en el Perú, como narra el historiador, "desde el 30 de abril, nadie se ocupó en Lima en asuntos particulares, paralizándose las oficinas, las tiendas y los talleres y ‘nadie se acordó de cobrar ni de pagar’”, una situación particular que, puede sugerirse al menos, se ve ahora mismo en el país, aunque ciertamente por un motivo diferente, pues lo que fue entonces un conflicto, hoy es la amenaza de una pandemia global, como lo es la del nuevo coronavirus.
Pero muchos acontecimientos transcurrieron hasta el día en que las fuerzas navales y militares de España y el Perú se vieron las caras.
En sí, el conflicto había comenzado en 1864, y al menos para Basadre, fue “uno de los hechos más paradójicos de la historia americana”.
“Se trató, en verdad, de un conflicto inicial de cancillerías, convertido más tarde en una guerra de los pueblos chileno y peruano contra marinos y diplomáticos españoles”, dice Basadre, y agrega que, al menos en el tiempo en que publicó su libro, el conflicto y la posterior guerra no tuvo en España “casi repercusión”, mientas que en el Perú y Chile fue mirado “como asunto de vida o muerte”.
Uno de los varios episodios que se sucedieron en esos dos años, desde “La riña de Talambo” hasta “El combate del Callao”, como también es conocido el Combate del 2 de mayo, justamente influyó en la política interna del país en ese entonces, y Basadre le dedica un subtítulo especial a su obra.
Las características de este acontecimiento, si se prescindiera de la referencia de los años, podría bien tomarse como un hecho actual: el persistente choque entre el Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo, entre el Congreso y la Presidencia de la República.
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Es decir, que choques de antaño siguen siendo los de hoy.
Congreso vs. Gobierno en 1864
Los roces internos iniciaron tras la ocupación de las islas en guaneras en Chincha, que aconteció el 14 de abril de 1864.
Aquel año, el presidente de la República era Juan Antonio Pezet, y el jefe del Consejo de Ministros era Juan Antonio Ribeyro Estada, bisabuelo del escritor Julio Ramón Ribeyro.
La ocupación, cuenta Basadre, “fue eléctrica en el Perú", y aunque el primer ministro Ribeyro intentó establecer contacto con el Gobierno de Madrid y los ocupantes, desplegando medios diplomáticos, era consciente de “lo desfavorable” de la “debilidad bélica” del Perú y suya.
Por ello, “pidió facultades extraordinarias a la Comisión Permanente del Congreso”, obteniendo de esta una autorización para “contratar un empréstito” a fin de equipar al país militarmente.
Pero llegó el 28 de julio de dicho año, y con este día, la instalación del Congreso, que había estado suspendido cuando se dio la ocupación.
Entonces con una división bicameral, el Legislativo recibió al presidente Pezet, quien pronunció un mensaje, y seguido, el titular de la Cámara de Senadores, el mariscal Ramón Castilla, pidió que el Parlamento entrara en “sesión permanente para tomar en ‘seria consideración el estado grave, ruinoso de la Hacienda pública [los recursos del Estado] y si él [ el Perú] es digno de conservar la independencia...’".
Castilla acusaba que “por connivencia de criminales”, y también por descuido, se habían creado “desagradables negocios”, en referencia al reconocimiento de temas pendientes entre el Perú y España, provenientes del periodo de la independencia.
En efecto, el Perú había reconocido la deuda de este periodo para con España, y, como señala Basadre, por esos años aún había personajes que habían participado en la guerra de emancipación, y parte de esa generación “era descendiente de sus víctimas o beneficiarios”, por lo cual la suspicacia de la acusación de Castilla tuvo una recepción polémica.
Mientras la hostilidad entre España y el Perú se agudizaba, “el Congreso llegó a declarar al Ministerio Ribeyro ‘traidor a la confianza pública’”, y el Gobierno de Pezet conformó un nuevo gabinete ministerial, con el que “trató de gobernar con los círculos parlamentarios y populares”.
Un movimiento similar a las caídas de gabinete que se ven en los tiempos actuales el país, como cuando —aunque salvando las distancias— Salvador del Solar dejó la presidencia del Consejo de Ministros tras la disolución del Congreso y Vicente Zeballos asumió el premierato.
En nuevo gabinete de Pezet lo presidió el parlamentario Manuel Costas, quien no representaba al sector “más exaltado del Congreso”. Este papel era, por supuesto, del mariscal Castilla, quien tenía una “fórmula” para encarar la situación con España:
“La fórmula de este era, según sus propias palabras en la sesión secreta de 31 de agosto [de 1864], la guerra aun cuando fuera con un bote, o sea perecer antes que transigir. Con esta idea, presentó una proposición al Congreso para que se declare la guerra si los españoles no abandonaban las islas Chinchas en tres días", según cuenta Basadre.
Las tensiones entre el Congreso y el Ejecutivo, sin embargo, eran marcadas, sobre todo por el tema de España.
En un mensaje reservado, Pezet escribía, el 1 de agosto de ese año, al Congreso, reconociendo la debilidad militar del Perú y en contra ciertamente de la fórmula del gran mariscal Castilla:
“¿Por qué no hemos de tener un poco de cordura y de templanza para esperar estos cortos momentos en quietud y paz interna, sin poner tropiezos a la acción del Gobierno y sin hacer zozobrar sus pasos? La actitud de la oposición y los embates de las Cámaras son armas peligrosas para la nación entera en las penosas circunstancias públicas; en épocas normales estas luchas son de gran provecho, pero al frente del enemigo, ceden siempre en ventaja suya, y más vale la estabilidad interior con todos los inconvenientes en que la crisis la encuentre, que la agitación que distrae y desalienta a todo el mundo de la causa y del peligro común”.
Sin embargo, el 9 de setiembre de 1864, la ley fue aprobada, y el Parlamento “autorizó al Poder Ejecutivo para repeler con la fuerza toda usurpación o agresión consumada o que se intentase consumar contra la soberanía nacional”.
Con esto, la presión del Legislativo, dominado por la figura de Castilla, sobre el Gobierno de Pezet, para encarar militarmente a España, se agravó, y el gabinete Costas renunció.
Pero la presión del Parlamento no se quedó ahí. El 26 de noviembre de se año de 1864, el Congreso expidió una ley que ordenaba al Ejecutivo “dictar las órdenes necesarias para que sean desocupadas las islas, con cargo a dar cuenta al Legislativo en ocho días”.
Sin embargo, esta norma quedó suspendida luego de que el Congreso americano, reunido en Lima se año, recomendó que no era lo más propicio para el Perú irse a una guerra con clara debilidad bélica.
Con posterioridad se firmó el tratado Vivanco-Pareja, el 27 de enero de 1865. El 1 de febrero, el Congreso debía clausurar sus labores legislativas. Y “para soslayar los peligros de la desaprobación [del acuerdo entre España y Perú], que evidentemente tenía más partidarios”, el presidente Pezet aprobó el tratado “por sí mismo declarando que se cumplían las instrucciones en vigor”, y que unas estipulaciones “no requerían la aprobación legislativa por su propia naturaleza”.
Sin embargo, con este tratado, el conflicto entre España y el Perú no quedaba resuelto. Por el contrario, señala Basadre, “habíase ahondado”.