“No hemos concedido el pedido de asilo (...) porque en Perú funcionan autónomamente y libremente los tres poderes del Estado”.,No sonaba fácil que Uruguay, país respetuoso del derecho internacional, acceda a una solicitud de asilo diplomático cuando en el Perú no hay persecución política. Ningún órgano internacional de derechos humanos –en ONU u OEA– tiene información que sustente la tesis de supuesta persecución. Eso y la profusa información pública disponible no podían conducir al gobierno uruguayo a conclusión diferente de la que expresó el presidente Tabaré Vázquez el lunes: “No hemos concedido el pedido de asilo [...] porque en Perú funcionan autónomamente y libremente los tres poderes del Estado, y es precisamente el Poder Judicial el que está llevando a cabo las investigaciones de eventuales delitos económicos”. Hay, sin embargo, otras consideraciones que Uruguay podría haber considerado: no sustraer de la justicia a un investigado –como muchos otros– por corrupción. Hubiera violado una obligación internacional. Y estoy pensando en lo estipulado, en especial, en la Convención de la ONU contra la Corrupción del 2003 de la que son parte no sólo Perú (desde 2004) y Uruguay (desde 2007), sino más de 186 Estados, incluido EE.UU. que usualmente se margina de estas convenciones. Es uno de los tratados internacionales más relevantes de los últimos 30 años; un texto que no tiene nada de retórico. Fue muy extraño que el documento oficial que presentó el gobierno peruano a Uruguay el 20 de noviembre omitiese una mención de esta Convención. Sólo se hizo referencia a la Convención Interamericana; muy limitada y con sólo un escueto y descafeinado artículo declarativo sobre cooperación entre Estados (XIV). No se explica esa omisión. Porque la Convención de la ONU sí tiene un desarrollo detallado de obligaciones claras y concretas en asuntos penales; 14 páginas y “con dientes, y no un párrafo anodino. Obligaciones que habrían puesto a Uruguay –o a cualquier país– en incómoda posición de haberlas soslayado. Pongo cuatro aspectos como ejemplo. Uno: la Convención obliga a cooperar con la justicia –peruana, en este caso– en sus investigaciones sobre corrupción. Por ejemplo, en materia de asistencia judicial (art. 46) y cooperación en cumplimiento de la ley (art. 48). Uruguay, así, estaba internacionalmente obligado a cooperar y, al menos, a no entorpecer los procesos investigativos en marcha en otro Estado parte, lo que ocurriría, por ejemplo, habiendo sustraído a un investigado al concederle un asilo sin sustento. Dos: hay hechos de corrupción en el Perú conectados con Uruguay. Las investigaciones fiscales en Perú y Brasil indican que personajes investigados canalizaron ingresos mal habidos a la Banca de Andorra a través de un mecanismo en Montevideo. En él habrían sido protagonistas personajes relevantes de ese país. Esa investigación debería estar ya en marcha en Uruguay. Si no lo está, seguramente será requerido Uruguay pronto por fiscales de Perú o Brasil para que lo haga en cumplimiento del art. 46. Tres: para asegurar su aplicación, la Convención establece un mecanismo de solución de controversias sobre su interpretación o aplicación: la Corte Internacional de Justicia (art. 66). La sustracción de un investigado por corrupción de la justicia podría haber sido considerada un grave incumplimiento para ser considerado en la Corte de La Haya. De hecho lo hubiera sido; a ningún país le interesaría ser sentado “en el banquillo” por eso. Cuatro, y sobre otro asunto: la Convención tiene estipulaciones claras sobre extradición que inexplicablemente no están siendo utilizadas aún. Los Estados se comprometen a concederla sin necesidad de un tratado de extradición. Siendo EE.UU. un Estado parte, y habida cuenta de las dificultades que la justicia peruana puede encontrar en casos existentes o futuros, esto debería tomarse en cuenta.