Cuando una sociedad o una mayoría de ciudadanos y ciudadanas no encuentra solución a sus problemas, por lo general, se repliega sobre si misma y se aleja de la política. Las últimas encuestas muestran ese alejamiento de la política como también de los políticos. La aprobación de los llamados líderes políticos, no importa si son de derecha o izquierda, fujimoristas o antifujimoristas, cae o, simplemente, se estanca. Por otro lado, las instituciones del régimen democrático son igualmente desaprobadas. Algunas, como sucede con el Congreso con el 81% mientras que la del Poder Judicial alcanza el 79% de desaprobación. Incluso se podría decir que el nuevo presidente, Martín Vizcarra, tiene que ganarse a pulso en los próximos meses tanto la credibilidad como la confianza de la ciudadanía. Según la encuesta de GFK del mes de abril, por ejemplo, un 52% de los entrevistados considera que el presidente genera mucho o algo de confianza, mientras que un 45% cree que genera poco o nada de confianza. Cuando se aborda el tema de la credibilidad del presidente los porcentajes son más o menos similares. Es decir, la diferencia a favor no es muy grande y por lo tanto es fácil de revertir. Por eso es posible que la luna de miel entre la opinión pública y el presidente -que no es tan edulcorada como se piensa- sea de corta duración. La gente está ansiosa por saber cómo será su futuro; sobre todo en el tema económico. Y si bien la opinión pública considera que con el presidente Vizcarra “el país volverá a crecer económicamente”, es bastante probable que esta respuesta antes que un aval al presidente lo que exprese sea más bien un deseo de la mayoría de los peruanos. Oscar Dancourt en un reciente artículo en Otra Mirada (17/04/18) sostiene que el principal reto del actual gobierno es “reactivar la economía del Perú urbano que está completamente paralizada”. Sin embargo, este mismo autor afirma que ni el BCR ni el MEF (hoy bajo la batuta de David Tuesta) tienen como objetivo combatir la recesión. Mientras que el primero está más interesado en mantener baja la inflación, el segundo lo está en bajar el déficit fiscal. El objetivo de la reactivación pasa así a un segundo plano. Superarla, una vez más, es tarea casi exclusiva de este nuevo ser mitológico en que se ha convertido el mercado. Por otro lado, es poco probable que los políticos ayuden a resolver esta situación de crisis. No solo porque hoy el tema de la corrupción recorre los predios de varios partidos, sino también porque la participación oportunista de algunos de ellos en las próximas elecciones regionales y locales aumentará el desprestigio y la desconfianza de los políticos. Partidos que proponen a candidatos que son ajenos a sus postulados ideológicos; candidatos que buscan un partido sin importarles sus antecedentes políticos. Un verdadero “cambalache” que ratifica a los electores que las elecciones son una suerte de juego de máscaras. La política y las elecciones dejan de ser los espacios para resolver la crisis, y para representar y buscar adhesiones ideológicas y programáticas. No ayudan a reformar el orden político. Es el triunfo del candidato sobre el partido, del marketing sobre la política y del outsider (o “independiente”) sobre el militante. En este contexto es difícil predecir si este gobierno tiene el futuro asegurado hasta el 2021. Lo único que se puede afirmar es que su suerte va a depender de dos factores: por un lado, su capacidad de establecer una clara diferencia con el gobierno anterior, más allá que legalmente sea una continuidad de este; y por el otro, la rapidez de su accionar sobre todo en el plano de la economía. Por eso es un error decir que la economía la maneja el Gobierno y la política el Congreso. Lo que quiero proponer es que no debemos descartar en el mediano plazo una crisis, acaso más profunda si la comparamos con la última que hemos vivido. Los problemas de ingobernabilidad, parafraseando Bobbio, se resuelven aumentando tanto la capacidad del Estado para promover las crecientes expectativas de la sociedad, como la capacidad de los ciudadanos y de los grupos para proponer nuevas demandas. Lo contrario es autoritarismo. Es decir, la vieja política de la contención y no de la democratización.