Después de años de reclusión, el líder opositor Leopoldo López ha sido recientemente libertado de la Prisión Militar de Ramo Verde, en Caracas. Su liberación ha sido, sin duda, un punto de inflexión en la lucha contra la dictadura que ahoga cada día al pueblo de Venezuela; sin embargo, su valor es bastante más simbólico que real: cientos de venezolanos siguen presos bajo el yugo comunista y millones más sufren las consecuencias del descalabro económico que aqueja al país. La libertad de López es un paso inmenso, que celebramos, frente a la comunidad internacional, pero es un movimiento casi imperceptible en Caracas. Los más de 100 días de huelga y paro han llevado a la dictadura a elevar la represión a niveles sin precedentes. Por su parte, la oposición ha empezado a utilizar la violencia como un mecanismo de resistencia. Es una combinación trágica que la historia recuerda que puede terminar solamente en más sangre, en más muerte y en más dolor. Y ese dolor es para los latinoamericanos curioso: porque está al mismo tiempo muy cerca y demasiado lejos. Las escenas de violencia nos recuerdan que ese sufrimiento ha sido nuestro, pero poco se hace desde aquí para enmendar ese camino que Venezuela recorre. Naturalmente, los ciudadanos nos estamos en condiciones de enfrentar una situación como esta; no obstante, las autoridades tendrían que asumir el tono de voz que, en algún momento, parecieron empezar a asumir: el Perú tendría que liderar la protesta internacional ininterrumpida por lo que sucede en Venezuela. Y no debemos confortarnos con la idea de que problemas más grandes hay por aquí, porque la lucha de unos y otros no es mutuamente excluyente. Ojalá que los poderes que hemos elegido asumiesen un papel más importante frente a la defensa del propio sistema que los invistió con autoridad. Ojalá.