La semana pasada, el Congreso decidió modificar decenas de artículos de la Constitución con un solo trazo para regresar al sistema bicameral en el Perú, un experimento de grandes dimensiones. Personalmente, dudo que una segunda cámara vaya a solucionar el fondo de los problemas del sistema político, pero sin duda puede cambiar las relaciones entre poderes y el funcionamiento de las instituciones. Hagamos el ejercicio de evaluar qué contiene esta bicameralidad y qué impactos puede tener una vez que se implemente.
Imaginemos cómo funcionará la actividad favorita de nuestros congresistas: crear nuevas leyes. Los entusiastas de la bicameralidad consideran que tener una segunda cámara asegura un mayor debate, reflexión y calidad en la actividad legislativa, gracias al control mutuo entre cámaras de diferente composición. También se dice que los intereses particulares externos tendrán menos oportunidad de ingresar al parlamento, ya que se necesitarán mayores consensos para sacar adelante la legislación. En abstracto, todo ello podría ser cierto, pero la bicameralidad solo puede llegar a ser tan positiva como lo permita su diseño.
El problema está en que nuestro Congreso reformista parece haber confiado en exceso en la “función reflexiva” de un futuro Senado, otorgándole poderes excesivos. El cambio aprobado al artículo 105 de la Constitución dice, textualmente, lo siguiente: “El Senado aprueba o modifica la propuesta legislativa remitida por la Cámara de Diputados y remite la autógrafa de ley al presidente de la república para su promulgación. (…) Rechazada la propuesta por el Senado, esta se archiva”.
Es decir, han creado un “super-Senado” con capacidad unilateral para modificar el contenido de las leyes aprobadas por la cámara baja, sin dar espacio a que los diputados respondan o evalúen estos cambios. Con esta medida se esfuman los supuestos beneficios de mayor deliberación y búsqueda de consensos que nos prometieron al incrementar la cantidad de congresistas. Se concentra la decisión final en muy pocas manos, que sin duda tendrán las mismas carencias y problemas que caracterizan hoy a nuestros parlamentarios.
En estos años hemos visto cómo la mayoría congresal y la fuerza de los votos se han impuesto constantemente sobre lo razonable. Por ello, no es difícil imaginar los absurdos escenarios a los que este poder discrecional nos puede llevar.
Una norma que alcance el acuerdo de los diputados podría ser desnaturalizada por el Senado para tener el efecto contrario al deseado originalmente, o para otorgar beneficios a algún sector que ejerza suficiente influencia.
Pongamos algunos ejemplos. Una ley sobre estándares medioambientales aprobada por los diputados puede terminar en un Senado que la modifique, sin mayor debate ni explicación, para favorecer a la minería ilegal en la Amazonía. Los acuerdos en la cámara baja para avanzar con regulaciones que busquen ordenar el transporte público pueden convertirse en la legalización masiva de los taxis colectivos y la condonación de sus multas. Ambos sectores han presionado —con relativo éxito— por leyes similares en este Congreso, ¿confiamos en que los “sabios senadores” serán inmunes a este tipo de intereses particulares?
Imaginen ustedes casos similares con futuras reformas económicas, electorales, laborales o educativas, donde ligeros cambios en el texto pueden modificar sustancialmente el fondo de la norma. Capturar a un grupo de parlamentarios en un Senado tan poderoso (y numéricamente más pequeño) se vuelve mucho más atractivo y fácil para sectores que buscan leyes a su medida. Intromisiones de este tipo se combaten incrementando la deliberación pública y transparencia dentro del Legislativo, no reduciéndola.
Estamos ante una regulación muy atípica. Las Constituciones de Chile, Argentina, Bolivia, Uruguay, Colombia y México, por poner ejemplos cercanos, exigen —como también lo exigía la Constitución peruana de 1979— que la cámara de origen revise los cambios legislativos hechos por la segunda cámara. De existir discrepancias, los mecanismos de solución disponibles según cada país incluyen la creación de “comisiones conciliadoras” para limar las diferencias, la promulgación de los artículos sobre los que sí hay consenso, o enfrentar a las cámaras hasta que alguna consiga un umbral mayor de votos e insista con su propuesta. Lo que sí, todos los casos coinciden en que temas así de importantes no se dejan a la autorregulación de los propios congresistas.
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Según el debate en la Comisión de Constitución, hubo un temor a que pedir el visto bueno de los diputados vaya a “demorar en exceso el proceso legislativo” (parafraseando a las congresistas Patricia Juárez y Gladys Echaíz), lo cual ignora que el problema en los últimos años ha sido, por el contrario, la continua expedición de leyes “express”. Sin embargo, no me queda duda de que detrás de esa excusa se encuentra una idea aún más problemática: la equivocada percepción de que su sector político podrá mantener el control sobre la mayoría de escaños del Senado para siempre. ¿Seguirán estando de acuerdo cuando no sea así?
La repartición de funciones entre las cámaras de nuestro futuro Congreso no ha sido pensada para generar contrapesos y limitar excesos, sino para concentrar el poder real en el Senado y dejar a los diputados con el “circo mediático”. La cámara baja se dedicará a formar comisiones investigadoras de mucho presupuesto y pocos resultados, y de vez en cuando interpelará o censurará a algún ministro (con el eventual riesgo de ser disuelta). Propondrán leyes sin tener mayor rol en su promulgación y, si bien podrán acusar constitucionalmente, será el Senado quien apruebe y defina la intensidad de la sanción.
¿Por qué tener dos cámaras, si las nuevas leyes van a ser decididas, en la práctica, por un grupo selecto de 60 senadores (y no los 190 congresistas en conjunto)? ¿Cuál es la relevancia de una Cámara de Diputados que no solo pierde poder para legislar, sino que tampoco participa en el nombramiento y/o remoción de altos funcionarios (Tribunal Constitucional, defensor del Pueblo y otros), ni controla los decretos que emite el Gobierno? Se ha concentrado el poder de las decisiones más importantes en una cámara alta de pocas personas y pocos contrapesos.
Para que un experimento de esta magnitud tenga buenos resultados, los reformistas debieron dejar el cortoplacismo que los caracteriza para pensar en los efectos en el largo plazo, y considerar escenarios futuros donde su grupo político sea una minoría. Los congresistas han creado un Senado extremadamente poderoso, ¿pensaron realmente en las consecuencias?
* Es politólogo y analista de 50+Uno.