Genocida. Así se ha venido refiriendo la prensa recurrentemente a Abimael Guzmán en los últimos días. No deja de llamarme la atención. No porque crea que no lo es (volveré sobre eso), sino porque no ha sido lo común. “Cabecilla terrorista” ha sido una expresión más expandida (excepto para los que aún sucumben a su culto tanático). Este escalamiento de epítetos debe llamar la atención porque se da cuando Guzmán está muerto y ningún daño puede hacer. Tal vez sea que tras tres décadas de abuso del término, “terrorista” ya no parece suficiente para el autor intelectual de tanto horror, muerte y sufrimiento. O tal vez sea una reacción negacionista. Lejos de aceptar lo obvio, que Guzmán es, parafraseando a José Carlos Agüero, “una de las muchas cosas que el Perú podía producir”, muchos pretenden no solo negarle la nacionalidad, sino que lo ponen en un plano sobrehumano, de modo que lo que aplica para él no aplica para cualquier mortal (paradójicamente, la misma lógica de sus fanáticos seguidores). Ergo, terroristas serían muchos, pero genocida uno.
La rutinización de “terrorista”, su banalización, debería preocupar porque las consecuencias de una acusación de tal calibre, además de devastadoras y estigmatizantes, pueden costar vidas. Para el exfiscal supremo Avelino Guillén –solo hace unos días acosado e insultado públicamente él mismo como “terrorista” por un grupo violentista del fujimorismo–, “el ‘terruqueo’ implica una amenaza de muerte porque es deshumanizar a la persona y colocarla en una condición de objeto que puede ser eliminado en cualquier momento”. Guillén sabe lo que dice. Estudiantes “desaparecidos”, comunidades masacradas, mujeres violadas se justificaron porque “alguien dijo” que eran terroristas. La memoria de estos crímenes debería servir para pensar antes de lanzar el término tan impunemente.
Volvamos a genocida. Aunque Guzmán no fue juzgado por ese delito, sí fomentó políticas de potencial genocida, como lo señaló claramente la CVR: “Existió un potencial genocida en las proclamas del PCP-SL que llaman a ‘pagar la cuota de sangre’ (1982), ‘inducir genocidio’ (1985), y que anuncian que ‘el triunfo de la revolución costará un millón de muertos’ (1988). Esto se conjuga con concepciones racistas y de superioridad sobre pueblos indígenas” (Informe, tomo VIII, Conclusión No. 21, 2003). Las cifras, siendo devastadoras en la sierra sur-central, no son menos alarmantes entre los asháninkas de la selva central, donde SL formó campos de concentración donde los obligaba a “servir al partido” bajo amenaza de muerte y tortura, secuestrando a sus hijos. La CVR calcula que de una población de 50.000 asháninkas, 10.000 fueron desplazados a la fuerza, unos 6.000 murieron y un total de entre treinta y cuarenta comunidades “desaparecieron” (Informe 2003, vol. V p. 62).
Desgraciadamente, no fue la única vez que algo semejante ocurrió en nuestro país. A comienzos del siglo XX, La Peruvian Amazon Co., del peruano Julio César Arana, aplicó un régimen laboral terrorista para la explotación del caucho en la selva del Putumayo con repercusiones genocidas. Como se documentó exhaustivamente en su momento, en el lapso de diez años una población de 50.000 mujeres, hombres y niños fue reducida a 7.000 o 10.000. Fueron asesinados por inanición, ejecuciones o azotes, entre otras formas de tortura, por no cumplir con sus cuotas de caucho (Libro Azul de Casement, 1912, p. 300). Las denuncias cayeron en saco roto. Demasiados intereses y silencios de por medio. Pero hay que decirlo: la riqueza de la “República Aristocrática” (1895-1919) descansa, en parte, en prácticas laborales terroristas y genocidas.
¿Relativizo? Siempre habrá alguien que lo diga. Relativizar es poner las cosas en un plano equivalente para evadir responsabilidades. Mi propósito es el inverso: asumirlas. Comparar es un método legítimo para entender hasta qué punto un fenómeno es único y dónde residen las diferencias. Yo no investigo el pasado para juzgar las gradientes del mal, sino para entender la profundidad de nuestros males y afrontarlos con sinceridad. Para sanarnos. Negar la historia es condenarse a repetirla.
Es siempre más fácil construir un monstruo lejano para lincharlo que admitir que el monstruo puede estar en casa. Ese fue el error de Belaúnde cuando desestimó los primeros ataques de SL en 1980 como “infiltración comunista extranjera”. Las consecuencias de no tomarlos en serio las vivimos, las sabemos.
Terrorismo en el Perú
Historiadora y profesora principal en la Univ. de California, Santa Bárbara. Doctora en Historia por la Universidad del Estado de Nueva York, con estancia posdoctoral en la Univ. de Yale. Ha sido profesora invitada en la Escuela de Altos Estudios de París y profesora asociada en la UNSCH, Ayacucho. Autora de La república plebeya, entre otros.