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Por un final digno

“No se trata de obligar a ultimar a nadie. Sí de facilitarle las cosas, para que decida en qué momento partir, en aquellos casos donde el padecimiento es inaguantable”.

“Quiero tener la libertad de poder decidir cuándo morir. Mientras no la tenga, voy a seguir con la angustia de pensar en lo que va a pasar cuando todo se complique. No le tengo miedo a la muerte, le tengo miedo al sufrimiento que vendrá cuando me ponga peor. Si tuviese esa carta de libertad podría aguantarlo todo. No somos libres si no podemos decidir cuándo morir”, le dijo Ana Estrada hace un año al semanario de César Hildebrandt.

Ana, de cuarenta y cuatro años, padece de polimiositis, una enfermedad degenerativa e incurable. Y el día de mañana asistirá ante el 11º juzgado constitucional de la Corte Superior para que el Estado le reconozca su derecho a un final digno, en lugar de aplicarle el Código Penal que sanciona la eutanasia como delito.

Ana Estrada es para los peruanos lo que para los españoles fue Ramón Sampedro. Una luchadora incansable por el derecho libérrimo a decidir cuándo, dónde y cómo morir.

Sampedro, un gallego tetrapléjico que inspiró la extraordinaria película Mar adentro, de Alejandro Amenábar, se quitó la vida hace veintitrés años tras librar infructuosamente una cruzada personal por el derecho de hacerlo legalmente. Sampedro no lo consiguió, pero Ana, con el apoyo de la Defensoría del Pueblo, estaría a punto de obtener una conquista no solo personal sino social.

Porque a ver si nos aclaramos. Su pelea es la pelea de todos. Para que la eutanasia y el suicidio asistido sean derechos inalienables e incuestionables. Para que la despenalización de estas prácticas permita a determinados ciudadanos, en condiciones muy particulares y acotadas, terminar con sus vidas cuando así lo decidan. Para que el dolor insoportable e intolerable, físico o psicológico, termine sin consecuencias penales.

Pero ya saben. Hay quienes, guiados por sus prejuicios confesionales, ven en este tipo de batallas una suerte de culto a la muerte, o de pena capital encubierta. Cuando lo único que busca Ana es darle seguridad jurídica a quien decida, de manera libre y consciente, ponerle término a su vida para evitar un sufrimiento. Y legislar más allá de determinado tipo de creencias religiosas. Como ha ocurrido en los Países Bajos, en Bélgica, y ahora en España. O en Suiza, donde se permite el suicidio asistido.

Eso es todo. No se trata de obligar a ultimar a nadie. Sí de facilitarle las cosas, para que decida en qué momento partir, en aquellos casos donde el padecimiento es inaguantable.

Pues así como tenemos derecho a vivir, también tenemos derecho a morir. Eso, como acaba de subrayar Mario Vargas Llosa, “es una señal de progreso y civilización”. O como escribió Josefina Miró Quesada en El Comercio: “Si no somos nosotros los dueños de nuestras vidas, ¿quién?”.

Pedro Salinas

El ojo de mordor

Periodista y escritor. Ha conducido y dirigido diversos programas de radio y tv. Es autor de una decena de libros, entre los que destaca Mitad monjes, mitad soldados (Planeta, 2015), en coautoría con Paola Ugaz. Columna semanal en La República, y una videocolumna diaria en el portal La Mula.