Por: Santiago Dammert
Desde hace siglos, las ciudades son los lugares escogidos por la ciudadanía para intercambiar ideas y expresar sus deseos políticos. Esta capacidad del tejido urbano de albergar la actividad política forma parte de nuestro “derecho a la ciudad”, como diría el sociólogo francés Henri Lefebvre. Sin embargo, los espacios públicos también son lugares en donde los gobiernos manifiestan su poder, en muchos casos a través de la represión de la presencia ciudadana. Las multitudinarias manifestaciones pacíficas en varias ciudades del Perú, convocadas como reacción a la vacancia presidencial del pasado lunes, han sido testigo de ambos.
En Lima, el foco de las protestas ha sido la plaza San Martín, en parte gracias a los impedimentos físicos dispuestos por la Policía Nacional que bloqueaban el paso de los manifestantes hacia el Congreso. Consistentemente, la Policía creó un escenario verdaderamente hostil, azotado por un insistente despacho de bombas lacrimógenas, barricadas, perdigones y agentes encubiertos (‘ternas’) prestos a arrestar a cualquier desprevenido. Esto constituye un atentado resuelto contra el desarrollo pleno del derecho ciudadano a la protesta, y a la fecha nos ha dejado el terrible saldo de 2 muertos y 40 desaparecidos, así como más de un centenar de heridos.
En el Perú, un gran porcentaje de los medios de comunicación masiva y líderes de opinión suelen condenar la manifestación ciudadana como algo caótico, amenazante e indeseable, y usan su influencia para deslegitimarla. Este amedrentamiento camuflado ha sido una constante a lo largo de estos días, y solo gracias a la presión del público ha ido cediendo conforme aumentó la intensidad de las marchas. Uno de los ejemplos más groseros se dio la noche del martes 10 de noviembre, cuando un noticiero dedicó alrededor de veinte minutos a cubrir los daños cometidos contra un cajero automático durante las marchas de ese día. Este enfoque en lo accesorio (el cajero) buscaba desviar la atención de lo que ocurría en los espacios simbólicos de la ciudad (las plazas). Además, constituye una traición a la ciudadanía, que ha tenido que recurrir a las redes sociales para documentar ella misma la incesante agresión policial.
Este fenómeno es una consecuencia de la relación estructural entre los medios y el gobierno, entidades interrelacionadas y que actúan a la par. En nuestra prensa heredada del fujimorismo, esta relación se torna aún más predispuesta a vulnerar prácticas democráticas como la protesta. La toma del espacio público intimida a las estructuras de poder, que buscan mantenerse como las fuerzas dominantes en él. Esto se ve reflejado no solo en la violencia policial sino en otras formas de dominio, como la obstrucción del libre tránsito y el enfoque mediático selectivo (o en el peor de los casos, falaz).
La abrumadora respuesta de la juventud durante los últimos días ha puesto en evidencia su clamor por ocupar los distintos espacios públicos de la ciudad de forma democrática. No es casualidad que la marcha del domingo, convocada por activistas ciclistas y uniendo el parque Kennedy con la plaza San Martín, haya resultado multitudinaria; el dictamen del otrora premier Ántero Flores-Aráoz de desaparecer los domingos sin auto quedó expuesto como un burdo intento de quitarle a la juventud un espacio recuperado que considera suyo, generando el efecto contrario al incrementar la participación. Esta acción acentúa una idea que los dinosaurios políticos aún no entienden: el espacio público tiene más de una función. Es decir, nuestras calles y plazas son lugares donde nos manifestamos, nos reunimos y nos relacionamos como sociedad; no son solo viaductos para carros. Como hemos visto recientemente, es en ellos donde se materializa la voz del ciudadano, crucial para cualquier democracia.
AME8259. LIMA (PERÚ), 14/11/2020.- Manifestantes participan en una multitudinaria marcha de protesta contra el nuevo gobierno del presidente Manuel Merino, hoy en la plaza San Martín de Lima (Perú). EFE/Cristian Olea
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