Mucha gente vio al niño Kevin el día en que se extravió al escapar de su casa. Pero nadie lo miró. Es fácil percatarse del autismo, basta con mirar pocos segundos: MIRAR.,Mucha gente vio al niño Kevin el día en que se extravió al escapar de su casa. Pero nadie lo miró. Es fácil percatarse del autismo, basta con mirar pocos segundos: MIRAR. No solo “ver”, como quienes hacen zapping frenético 200 veces por minuto diciendo “no hay nada”. Apenas se trata de mirar a un ser humano. Mucho más a un niño solitario en un ómnibus, con expresión ausente, que no responde cuando le exigen pasaje. La cobradora no lo miró. O no le importó. O quizá estaba muy cansada. O la explotan pagándole una miseria, y tanta amargura ya la volvió una piedra insensible. O todo junto. El chofer tampoco miró. Le dijeron “un chico raro no paga”, y había que bajarlo nomás en el último paradero. O donde sea. En medio de la pista, en medio del peligro. O junto al mar. Si sabe o no volver su casa, es su problema. ¿A la comisaría? Mucho desvío, mucha vaina. Quizá pensó: merece un castigo. O quizá lo único que le importa son las papeletas que debe, aunque igual circule. O no, pues sabe que eso tampoco le importa a nadie. Que se baje el niño raro que no paga. Y seguro se enojó por perder un sol. Y los pasajeros testigos tampoco miraron, quizá ocupados en sus interesantísimos Smartphones. O vieron de reojo, y les dio pena. Ninguno se tomó la inmensa, enorme molestia de mirarlo, o decidir: “no es un niño sano y está solito. Exijamos y verifiquemos que lo lleven a un lugar seguro donde puedan ubicar a su familia”. Ellos tampoco. Nadie miró a un niño discapacitado, solo y perdido durante horas. Pero cuando bajó del bus, él sí miró el mar, con la inocencia absoluta de quienes son como él. Lo miró ilusionado. Entró. Y nunca más salió vivo, ni volvió a esta ciudad llena de egoístas miserables, que para colmo decían: “el autista es él”.