El líder de la mancha
Mijail Sergevitch Gorbachov no pudo pasar agosto, mes mortífero según el folclor chileno. Para cualquier analista, más que el último líder de la Unión Soviética (URSS) fue una de las figuras más importantes del siglo XX. Para mí fue el “Líder de la Mancha” y no por su lunar de sangre en la calva, sino por el talante quijotesco que tuvo su andadura.
Ante su desaparición imagino un escenario celeste diseñado por Oscar Wilde, desde el cual Jesús ordena a su ángel más ilustrado: “Ve a la tierra y tráeme el alma del político que mejor haya entendido lo que yo dije”. Dicho ángel, que de ve-ras era sabio, vuela directo a su objetivo y le trae el alma fresca de Gorbachov. Un ángel conservador protesta, persignándose. “Es un alma comunista y atea”, dice. Pero Jesús, parafraseando al Dios de El Príncipe Feliz, lo corta en seco. “Has elegido perfectamente”, le dice a su ángel primero.
Mijaíl Gorbachov. Ilustración: Edward Andrade
Para salvar a los otros
Que me excusen los doctrinarios de la política o la religión, pero solo parabólicamente me explico la asombrosa performance de Gorbachov sobre esta tierra. Es que, donde sus predecesores ponían como frontera de sus acciones el interés de su Partido Comunista, él -con inspiración salvífica- llevó su liderazgo más allá del límite de lo posible.
Enarbolando un “nuevo pensamiento”, con base en la transparencia operativa (glasnost) y la reestructuración de la URSS (perestroika), recondujo la estrategia y las políticas de su superpotencia, para hacerla coincidir con el interés global de propios y extraños.
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En lo interno, ese vuelco reconocía prioridad a los derechos humanos de los humanos, aunque ello significara quemar los dogmas ideológicos que había adorado. Esto es, enfrentar los intereses creados de la burocracia soviética y terminar con el mono-polio político de su propio Partido Comunista. En lo internacional, implicaba renunciar a las baladrona-das de sus predecesores y asumir que el equilibrio del terror -la amenaza de una guerra termonuclear- marcaba un límite objetivo para la lucha de clases. “Por primera vez surge un interés humano común, real y no especulativo, para salvar a la humanidad del desastre”, reza un párrafo clave de su libro Perestroika. Mi mensaje a Rusia y al mundo entero.
En la confianza está el peligro
Conceptualmente, aquello era la transición pací-fi ca desde el totalitarismo, con economía central planificada, superdesarrollo militar y subdesarrollo civil, hacia una democracia con pluralismo y economía social de mercado. Se escribe fácil, pero de hecho era la cuadratura del círculo. Significaba iniciar una revolución nueva, liderando un partido cuyos 20 millones de militantes eran operadores y beneficiarios de una revolución vieja.
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La historia dejaría en claro que Gorbachov sobreconfió en el poder de su cargo y en la racionalidad de su proyecto. Sobre lo primero, sabía que, con la sola excepción de Nikita Jruschov, los sumos jerarcas soviéticos morían en el poder. Sobre lo segundo, creía que la población de la URSS ya no disfrutaba con su estatus superpotencial, según el cual poner gente en el espacio era una buena excusa para malvivir en la tierra.
Decodificando, no dimensionó la fuerza del orgullo imperial ni la fuerza de la inercia en los militantes funcionarios, acostumbrados a un régimen que les daba privilegios y seguridades según su rango. Como ejemplo de esa confianza excesiva léase el siguiente párrafo de su discurso de 1990, ante el XXVIII congreso de su partido: “Ha pasado para siempre la época en que se podía recibir del Comité Central una especie de mandato para dirigir el distrito, la ciudad, la provincia y la república y estar en el puesto hasta dar el último suspiro, al margen de cómo se dirigieran las cosas y de lo que la gente pensara de cada uno”.
"Por tres décadas dio la certeza a los humanos de que no habría apocalipsis termonuclear”. Foto: La República
La prosaica realidad confirmaría que en política no hay un “para siempre”. Entre 1986 y 1991 Gorbachov debió enfrentar la tragedia nuclear de Chernobyl, la separación de Ucrania y otros estados de la unión, la caída del muro de Berlín, sabotajes internos y conspiraciones de militares. Una secuela que culminaría con un puntillazo feroz: un golpe de estado imperfecto, pero que terminó sacándolo del poder y condenándolo al exilio interior.
Éxito en el exterior
Pero, si Gorbachov no fue profeta en su tierra, fuera de ella su éxito fue espectacular. De inicio hubo desconfianza y era natural. A los líderes de Occidente les costaba creer que algo bueno podía venir desde las profundidades del “imperio del mal”, como había definido a la URSS el presidente norteamericano Ronald Reagan. Entre otras cosas, les parecía impensable que un jefe comunista decidiera trasladar los 80 o más tomos de las obras de Marx, Engels y Lenin, desde los altares a las bibliotecas.
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Fue la diplomacia personal de Gorbachov la que cerró los prejuicios y le abrió las puertas. Apoyado en su bella e intelectual esposa Raisa, en su proyecto humanista sin dogmas y en trajes de buen corte con corbata al tono, conquistó pronto el afecto de los líderes europeos. En especial, los de Juan Pablo II y la muy conservadora Margaret Thatcher, quien dictaminó que “con este hombre se puede hacer negocios”. Importantísimo en-doso, pues su gran amigo personal y político, el muy conservador Reagan, tomó esa opinión de la Dama de Hierro como palabra divina.
Resultado (inmediato y en el corto plazo): paseo triunfal de un jefe comunista en el corazón del “imperialismo enemigo de los pueblos”, portada en la revista Time y Premio Nobel de la Paz. Tras 40 años de Guerra Fría -con suplemento especial en la despilfarrante Guerra de las Galaxias-, Gorbachov y Reagan llegaron a firmar acuerdos estratégicos para forjar una “casa común” en Europa, liquidar arsenales nucleares y así aliviar la colapsada economía de la URSS.
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Balance
Gorbachov murió entre discutido y vilipendiado en su tierra, pero sentó las bases necesarias para que su población se liberara del totalitarismo real-mente existente.
Para ese efecto demolió la sagrada tesis de la dictadura de su partido y desactivó cuatro dogmas funcionales: 1) La lucha de clases en interés de la clase obrera cedió el paso al interés común de la humanidad. 2) La coexistencia pacífica como método para llegar al socialismo sin guerra mutó en la coexistencia pacífica para evitar la guerra aunque no se llegue al socialismo. 3) El intervencionismo en “defensa de la patria socialista” (doctrina Brezhnev) cedió el paso a la autonomía política de los países del campo socialista. 4) El repudio teórico a la Tesis de la Convergencia con el Capitalismo cayó ante la liberación fáctica de los mercados.
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Aquello no fue el fin de la historia pues, como hemos dicho, el “para siempre” no existe. Pero, por tres décadas, dio la certeza a los humanos de que no habría apocalipsis termonuclear. Que no es poco. Entremedio -y así lo entiende nada menos que Henry Kissinger- los Estados Unidos y sus aliados de la OTAN contribuyeron a la interrupción de esa buena certeza. Sus líderes no entendieron que Gorbachov fue un gran patriota ruso y no un renegado, para decirlo en jerga leninista. Como efecto vigente, hoy la Rusia de Putin trata de recuperar la Ucrania exsoviética, al costo eventual de una catástrofe mundial.
Eso no quita mérito a Gorbachov. Solo confirma que si no hay totalitarismo que dure 100 años, tampoco hay coexistencia democrática que dure para siempre