Domingo

Katya Adaui: “La muerte de los padres te da una idea de tu propia mortalidad”

La narradora presentó en la FIL su nueva novela ¿Quiénes somos ahora? (Random House, 2022). En diálogo con Domingo habla sobre este libro testimonial, su difícil relación con sus padres, el duelo y la apuesta por la ternura.

La narradora vive actualmente en Buenos Aires, donde llevó una maestría en escritura creativa. Foto: Carlos Contreras/La República
La narradora vive actualmente en Buenos Aires, donde llevó una maestría en escritura creativa. Foto: Carlos Contreras/La República

A Katya Adaui le pasa siempre. En Argentina no la creen peruana. En el Perú le dan los documentos en inglés. Hubo un cibernauta confundido que le creó un perfil de Wikipedia en el que precisaba que era chilena. “A nivel de redes se crea una fake news sobre una misma que es muy graciosa, puedo parecer de ninguna parte y de varios lados a la vez”, dice. Esas procedencias son exploradas en ¿Quiénes somos ahora? (Random House, 2022), la novela que trajo a la Feria del Libro que acaba hoy y en la que se traslucen una ciudad agresiva, nuestros adioses más importantes, y la apuesta por la vida. Es un libro que nace con una interrogante y presenta otras más como respuestas.

Katya Adaui

Aquí todo es una distribución parcelaria y lo vemos en el Congreso, lo vemos en el gobierno, todo es prebenda.

La Lima que recuerdas en tu última novela se reunía los sábados por las noches para ver Risas y Salsa y para reírse de su pobreza. ¿Eso ha cambiado mucho?

Creo que no. Me puse a pensar, Risas y Salsa siempre acababa a golpe de puñete, al destrozo.

Se derrumbaba incluso el escenario.

Todo se caía y la gente se pegaba. Y un poco sigue siendo así. La discusión cuesta, porque a mí me da la impresión de que somos un país muy de negación, o se tocan ciertos temas con mucha desinformación o se pasan por alto porque es muy doloroso, y entonces se termina en el puñete, en la pelea. La discusión no está vista como un acto de amor, donde dos personas por afecto se toman el tiempo de discutir.

¿Lima es una ciudad hostil?

Sí, por supuesto que lo es. Disociada, clasista, una necrópolis, hemos construido una ciudad sobre la primera necrópolis prehispánica que ya no está más. Luego, seguimos viviendo sobre nuestros muertos de la dictadura, luego seguimos adelante con 200 mil muertos por COVID de los que no hablamos. Es hostil, tiene una violencia al volante horrible, una violencia contra la mujer, una violencia contra las personas con discapacidad. Vas a un lugar, empieza la ciclovía en ese lugar y no continúa en otro.

Es hostil contra los ciclistas, ¿no? En tu novela dices: “Si manejas bicicleta en Lima no hay instante en que no puedas morir”.

Sí, por supuesto. Es una ciudad profundamente hostil y bajo un cielo que también lo es. El escritor Paul Gaudry decía: “Alguien se está velando en ese cielo y no sabemos el nombre del muerto”.

Tú tuviste un accidente de bicicleta.

Sí, varios. Ahí cuento uno, pero tuve varios. Tuve un atropello por acoso y tuve una caída en un hueco que acabé con pérdida de conocimiento en el Hospital Santa Rosa, en Pueblo Libre, muy cerca de mi casa. Mi vida durante 20 años fue todo en bicicleta, a trabajar, a estudiar, unir cinco o seis distritos y no había ciclobandas. Los autos siempre te abren una puerta, retroceden, el micro te quiere ganar. ¿Qué gana el micro cerrándote y ganándote? Y siempre el acoso, siempre es constante. Y uno se acostumbra. Y antes, cuando no era posible el escrache, cuando no había las redes sociales, cuando no había la grabación o el video para denunciar inmediatamente la agresión, era todo más impune. O sea, a mí la policía me ha mandado en el taxi con mi agresor.

¿Y te volviste dura tú por eso? Dices que ahora manejas como hombre.

Es que sí, no quedaba de otra. Aparte, vivimos con una rabia muy sedimentada, entonces por supuesto que yo aprovechaba estas violencias para canalizar mi propia rabia y responder. En un momento quieres dejar de ser víctima y solo tienes el lenguaje como defensa.

¿Qué es lo peor que le has dicho a un conductor?

Que es un hijo de puta, pero también decía: “Pero por qué no me ves, existo”. Me acuerdo que una vez estaba manejando por Lince y un Wolkswagen vino de frente, a matar, y yo manejo bien, soy respetuosa, paro en los semáforos, no voy en contra.

¿Lima es una ciudad acosadora?

Por supuesto que sí, pero lo sabemos todos. Ahora se miden un poco más, pero claro que lo es.

Tú cuentas un momento difícil, en la secundaria, en el que tuviste que defenderte a punta de mochilazos.

Sí. Hay una cosa que es la impunidad, chica sola en la calle, un hombre que viene y muchas veces una dice: “No quiero tener el prejuicio de tener que cruzar la pista, no quiero tener el prejuicio de sentirme amenazada y andar con la llave, estoy yendo temprano al colegio, tengo 14 años, hay una tanqueta, qué puede pasar. Y sin embargo pasa. Y además se quedan a insultarte porque además van a salir impunes, no salen heridos. Ahí empecé a defenderme porque fue muy violento todo y, luego, las monjas de mi colegio tampoco hicieron nada. Fui paseando por los salones diciendo: “Presérvense”.

¿Fuiste por iniciativa de las monjas?

Sí, para decirles que las dejen en la puerta mismo del colegio. O sea, imagínate, en vez de sentirnos seguras, de poder caminar al colegio, de poder ir en bici, la solución era: “Vengan en auto y que las dejen en la puerta”. Casi es premiar al acoso.

¿Lima es una ciudad conservadora?

Claro. Ahorita es el caldo perfecto, esta izquierda le está jugando a la derecha una pichanga en una cancha de un metro cuadrado. Quiero corregirme, es esta no izquierda y esta derecha extrema. Esta no es una izquierda, no hay un proyecto, están felices los pequeños fachos que alguien lleva dentro y que ahora están autorizados a defenderse de cualquier cosa que sea derechos, porque, como dice un amigo, todo es parcelario, aquí todo es una distribución parcelaria y lo vemos en el Congreso, lo vemos en el gobierno, todo es prebenda, todo está previamente acordado.

Estábamos hablando de esta Lima conservadora y me acordé de un episodio del libro en el que cuentas que tenían en secundaria un curso de Psicología donde las preparaban para la maternidad, para ser madres ideales.

Ayer estuve con mis amigas del colegio. Hablando con una de ellas, con mi amiga Chiqui, le decía: “No puedo creer que nos hayan mandado a ver bebés”. También hablamos de que nunca nos enteramos de que había ocurrido el genocidio contra el pueblo judío. En un colegio alemán, nunca estudiamos el nazismo a profundidad, pero mira lo que sí nos mandan a estudiar a profundidad, lo que todas tuvimos que estudiar realmente a profundidad fue un bebé y cómo la madre quizá lo desatendía. Yo no dudo de la buena intención del profesor de Psicología, que era un gran profesor, además. Pero, bien pensado, 25 años después, quizá era perverso que tu mayor ejercicio en el colegio haya sido observar un bebé durante tanto tiempo y no observar otras cosas de la realidad del país o de la realidad mundial.

Creo que también era un poco la época.

Mira, clases de taquigrafía, clases de mecanografía, clase de costura, claro que había ping pong, pero…

Pero no esperaban que fueran unas campeonas de ping pong.

Exacto.

Las estaban formando para otra cosa.

Exacto. ¿Qué pasaba con esas chicas? A los 23 o 24 se casaban con el príncipe azul, y a los 45 te divorciabas.

¿Existen las madres ideales?

No existe nada ideal. Yo creo por supuesto que el ideal es el amor. Hay familias pobres, precarizadas, donde hay amor. Hay familias riquísimas que se sostienen en el amor. Esto lo decía Natalia Ginzburg muy bien: “Nunca hay que engañar a un hijo respecto a la pobreza o riqueza que uno tiene, pero lo que sí deberíamos poder enseñarles a los hijos es el amor a la vida”. Eso es lo difícil, enseñar el amor a la vida, el quedarse pese a todo, el resistir. No la gran épica de lo qué irás a estudiar o de lo que serás, sino que se sepa que pase lo que pase vas a tener una familia extendida, que te quiere, que te acoge, que te coloca en el mundo. Yo estaba leyendo hace poco a Bell Hooks en Todo sobre el amor. Ella decía que cuando el Estado desaparece de los hogares, es decir, cuando sacas la educación sexual integral de los colegios, eso es caldo de cultivo para familias dictatoriales, para familias con abuso de autoridad. Eso va matando a la familia extendida. Antes tú cruzabas e ibas al vecino, y jugabas en el parque, tenías familia extendida en tu barrio, una idea de comunidad. Y en cualquier lugar del mundo, sobre todo en el Perú, el incesto, el abuso, la violencia física, sexual, psicológica, se da dentro del hogar en un 84%. ¿De qué estamos hablando? ¿Vamos a sacar al Estado de allí?

¿Es tu madre la gran protagonista de esta novela?

Es probable que sí, pero desearía que no. En el sentido de que hay una escritora que idealiza para después humanizar, porque yo no podía hacer una denostación. ¿Cómo rindes homenaje a una vida tan contradictoria? Tenía que empezar con la mirada de una niña que ve llegar a esta actriz de cine...

…que es tu madre.

Sí, era perfecta cuando era una actriz de cine mudo, pero cuando hablaba todo tomaba color y era un color negro, era tanática. Sí, en algún momento ella adquiere este poder, pero luego se va dosificando, aparece el padre, las hermanas, los amigos, el barrio, las mascotas, la migración.

Tú describes un carácter muy difícil de tu madre y quizá el origen de ese carácter sea su propia madre. En alguna columna contabas que cuando era muy chica, tu abuela la dejaba en la chacra de Santa Clara y le encargaba una escopeta para que pudiera defenderse de cualquier intruso. Eso forma un carácter complicado.

Es que sí, yo creo eso también. Y yo creo también, hay que decirlo, que todavía sigue siendo tabú el tema de la salud mental en nuestro país y el acceso a un psicólogo. Siempre está la respuesta: “Pero yo no estoy loca”, como si uno tuviera que esperar a perder la cordura para pedir asistencia.

Una pregunta más sobre tu madre. ¿Cuál es el diálogo que más recuerdas con ella?

Creo que cuando me pidió perdón, pero inmediatamente me dijo “y me tienes que pedir perdón a mí”. No tuve tiempo para soportar eso, para soportar que ella me lo pidiera. Has esperado esa frase durante tanto tiempo y cuando por fin ocurre…

Le añadió una coma.

No hubo coma, nada, no hubo puntos suspensivos, no hubo elipsis. Hubo incontención, ella era una experta en la incontención, que era parte de su encanto. Es terrible y muy ambiguo.

Le has dicho a El Comercio: “Este es un libro para cerrar los duelos, para dejar de ser víctima”. ¿Por qué?

Creo que el libro es eso, está ahí al final. Me autorizo, por fin, a dejar de ser hija, yo he escrito esto. No mi madre, no mi padre, no mis hermanos, yo cierro mi duelo con mis armamentos, que es el lenguaje. Esa es mi responsabilidad, pero creo que esta es una pregunta que yo no querría responder. Querría poder decir: “Ya está en el libro”.

He pecado de impertinente.

No, no, está muy bien. Hay que preguntarlo. Está bien hacerlo, sí. Escribimos para no tener que hablar. Y después tenemos que hablar. Es raro. (Se ríe)

En tus columnas, en tus cuentos y en esta misma novela has lanzado varias definiciones de infancia. Te voy a leer tres: “La infancia es una sucesión de domingos”, “Quien supera la infancia sobrevive al peor de los tsunamis”, “De la infancia no nos recuperamos nunca”. ¿Con cuál de esas definiciones te quedas?

Con la de Anne Dufourmantelle. Ella dice una de las cosas más bellas que yo he leído. “Solo es posible superar la infancia si elegimos conscientemente una segunda vez la vida”.

Esa frase quedó más linda.

Bueno, es una psicoanalista que lo pensó muchísimo. Creo que es así. Toda infancia es traumática. Louise Glück dice: “Descubrimos el mundo una sola vez, en la infancia, el resto es memoria”. Entonces, después de que todo deja de ser asombro hay que elegir la vida una segunda vez, por eso ahí entra la idea de comunidad, porque en soledad no se puede, en aislamiento no se puede.

¿Por qué dices que siempre supiste de que iban a morir tus padres?

Porque fumaban muchísimo, sin pausa, todo el día, en el baño, en la ducha, lavando los platos. O sea, no paraban de fumar, fumaban parando. Entonces, claro que sabía que iban a morir de cáncer, no reconocerlo era negación, porque solo se puede morir de cuatro cosas, accidente, enfermedad, suicidio y asesinato.

El tabaco era el símbolo más tangible de su relación.

De su relación y su existencia. Era una época también en la que se fumaba y no se había medido aún...

…el daño que hacen los cigarrillos.

Sí, o sí se había hecho, pero las tabacaleras estaban en su magnífico lobby para ocultarlo a nivel mundial, sobre todo en Estados Unidos, de donde nacía la publicidad. El tabaco nunca está solo. En una publicidad nunca ves al cenicero y el cigarrillo. Ves una boca roja y ves un vaquero. Entonces, estaba idealizada la ciudad y estaba idealizado el campo y esta cosa espiralada, sensual. Pero en realidad no hay sensualidad en un humo que va hacia dentro, hasta el fondo de tus órganos, matándote lentamente. ¿Qué sensualidad hay ahí? Y mis padres habían comprado muy bien esa falsa idea de seducción.

¿Llegaste a fumar?

Jamás, solo obligada una vez. Siempre asocio fumar con un acto desesperado de ansiedad. Lo asocio a una ansiedad muy fuerte. Reconociéndolo como persona ansiosa que soy, hay otras formas de bajar la ansiedad. Terapia, por ejemplo. (Se ríe).

¿Escribir sobre la muerte de nuestros padres nos da un poco más de conciencia sobre nuestra propia mortalidad?

No creo eso necesariamente. La muerte de los padres te da una idea de tu propia mortalidad, la muerte en sí, el acontecimiento. Es una sospecha, pero además uno siente que se va a morir inmediatamente después. Lo he hablado con amigas, amigos, gente que ha perdido a sus padres y sienten que se van a enfermar inmediatamente porque es tan dramático, es tan raro dejar de verlos, dejar de hablar. No importa qué tanto te hayas peleado, es un desenraizamiento, hay algo que se te arranca de acá, del ombligo, es muy fuerte. Entonces, ahí uno siente y dice: “Ah, esto era, así de rápido era todo”. La verdad es que hay muy poca vida y cuando uno dice: “Solo me quedan 40 años, solo me quedan 20″, ¿cómo puede saberlo? Podría ocurrir ahora mismo. El tema con la muerte es como con el amor, hay que acordarnos que existe y olvidar que existe. Es decir, no obsesionarnos, seguir adelante con la vida, porque no necesitamos más gente triste.

O asustada.

Hebe Uhart decía: “La alegría es un trabajo como cualquier otro”. Es mucho más difícil para gente que viene de un lugar de dolor sostener su alegría, soportar la felicidad que soportar la tristeza, porque a la tristeza has estado acostumbrado, la felicidad es el fenómeno. Entonces, no lo sabes manejar. Mucha gente que ha venido de una zona de trauma boicotea su éxito, boicotea su felicidad, boicotea su amor porque nunca reparó ese daño que probablemente fue en la infancia.

Viajaste a Buenos Aires para llevar una maestría en Escritura Creativa, ¿ese viaje también fue parte de tu duelo?

Sí, claro que lo fue. Me di cuenta que no había ido solo a estudiar, había ido a duelar, era muy diferente eso.

¿Cómo te diste cuenta?

Mi analista me lo dijo. Sí, era tomar distancia psíquica y estudiar. Quería tener un sistema de lecturas, yo venía del periodismo. El duelo es también un sistema de lecturas.

¿Sí?

Sí, hay algo con la enfermedad. Cuando fallecen nuestros seres queridos de una enfermedad, tus recuerdos están plagados solo de eso. Luego se va eso y ya surgen los otros recuerdos, los felices, los rabiosos. Entonces, tomar distancia de eso te permite leer, pero no te hablo solo de salir de un duelo con lecturas amorosas, sino leer amorosamente tu propio desconsuelo, del duelo se sale duelando, hay que hacer el duelo.

¿Cuánto tiempo tienes en Buenos Aires?

Ya volví, viví aquí dos años, y luego me fui en el 2018. Entonces, tengo tres años viviendo allá, tres años y medio.

¿Qué es lo mejor de esa ciudad?

El tema memorioso que tiene Buenos Aires me gusta. Hay más bibliotecas que Starbucks, hay más librerías que McDonald’s. Y tiene un cielo profundamente dramático, en el que pasan cosas todo el año, se ven nubes a las cuatro de la madrugada. Que la educación sea pública, que la salud sea pública, eso a mí me encanta. Haber visto que en pandemia había un lugar a donde ir y que nadie tuvo que pagar por una cama. Es una ciudad donde la dignidad tiene todavía un lugar.

¿Qué sientes cuando vas paseando por Buenos Aires y te preguntan por un lugar que no conoces?

No sé, siempre digo no sé. Yo me pierdo mucho, no soy bien ubicada. Incluso está en el libro. Tomo el subte en sentido contrario. Por eso camino tanto, porque la forma de conocer tu ciudad nueva es perderte (se ríe).

¿Tu padre nació en Belén?

No, nació en Arequipa. Pero toda mi familia por el lado paterno es de Belén, de migración palestina.

¿Tu mamá tenía familia italiana?

Sí, nació en La Victoria, pero es producto de la migración italiana, por la Segunda Guerra.

Tú eres limeña, y ahora vives en Buenos Aires. ¿Qué le deja a uno esta suma de procedencias?

Hace bien a la escritura no terminar de pertenecer, no encajar, a mí siempre me ha hecho bien no encajar. Las zonas de frontera me interesaron siempre, y yo no sabía por qué y, claro, viendo mis orígenes, tengo familia que venía de zonas de frontera: Italia, Alemania y Belén, es rarísimo que tu abuelo sea de ahí.

Pregunta final. ¿Todavía guardas tu primer cuento?

Sí, lo tengo acá.

Es un tema duro el que abordas en ese cuento.

Sí, el suicidio. Me di cuenta que lo titulé “La última palabra” y mi analista me dijo: “Eso hace el suicida, se queda con la última palabra, ya no puedes hablarle”.