Santiago Gamboa: “A Ribeyro le tengo una admiración religiosa”
Escritor colombiano, participó en el reciente Hay Festival de Arequipa. Aquí habla de su narrativa y de los encuentros entrañables con García Márquez y Ribeyro.
Por: Elmer Mamaní
Ha contado que Julio Ramón Ribeyro fue generoso con usted y que pasó una noche de copas con el escritor peruano.
Más que una noche de copas, lo frecuenté semanalmente durante casi tres años, pues él era el centro de un grupo de escritores peruanos que vivían en París, donde estaban Alfredo Pita y Fernando Carvallo, entre otros, y al que asistía, ocasionalmente, Guillermo Niño de Guzmán, cuando venía de visita. Julio Ramón fue un gran amigo a pesar de la diferencia de edad. Se esmeró en ayudarme en un momento terriblemente complicado de mi vida, recién llegado a París y sin un peso en el bolsillo. Poco después de conocerlo, me hizo una difícil pregunta: “¿Qué sabes hacer?”. Le dije que tenía un título de filólogo de la Complutense de Madrid. Hizo cara de problema, como diciendo: “No es por ahí”. Entonces me citó para el viernes siguiente en la Place de la Contrescarpe. “Te presentaré gente que te va a ayudar”. Luego supe que, antes de mi llegada a esa tertulia, me anunció a sus amigos como “joven escritor colombiano al que todos deben ayudar”. Gracias a la ayuda suya y de Alfredo Pita, en la France Presse, mi vida cambió. Logré pasar de la indigencia a la normalidad. Julio Ramón murió pocos meses antes de que yo publicara mi primer libro, lo que me dolió muchísimo. Muchas veces soñé con entregárselo y decirle “gracias”. Un día le dije: “¿Cómo podría agradecerte todo lo que has hecho por mí?”. Me miró con sus ojos algo fríos y respondió: “Cuando puedas, ayuda a otros”. Julio Ramón me indicó un camino y me ayudó a iniciar. Todo lo que he hecho en la vida es consecuencia de eso. Aún estoy en ese camino.
Ha dicho que pidió su teléfono para ubicarlo en París. ¿Por qué a Ribeyro y no a otro escritor?
Porque lo admiraba enormemente. Había leído toda su obra en Madrid, durante mis años universitarios previos a mi viaje a París. Su teléfono me lo dio un gran amigo peruano, mi compañero y compinche de carrera, Luis José Bustamante, que lo tenía porque eran parientes. Cuando llegué a París estaba también el cubano Severo Sarduy, aunque ya enfermo, y el mexicano Fernando del Paso, que era cónsul. Los había leído y me gustaban sus libros, pero lo de Ribeyro era una admiración casi religiosa.
Su última obra Será larga la noche es una novela negra. ¿Por qué eligió ese género literario para contar esa historia en donde habla de las FARC?
Yo diría que es una “novela de periodismo criminal”. Esto del periodista investigador tiene un origen muy claro: no creo en los detectives en el contexto de nuestro país. Por lo demás, si mi protagonista fuera un policía querría decir que al final, cuando descubre a los culpables, la ley tendría que triunfar, y es ahí cuando la credibilidad falla. No creo en el triunfo de la ley, pero sí en el de la verdad. Por eso uso un periodista, que es un detective sin pistola que representa a la sociedad civil e investiga para ella. Se pone en peligro, baja a todos los ambientes, tiene soplones. He practicado diversas formas de periodismo desde hace más de 25 años y conozco bien a mis colegas. Y algo más: la figura del periodista siempre me ha parecido romántica y solitaria. Una especie de Quijote que lucha contra molinos de viento.
En una entrevista dijo que la “novela negra es el mejor género que tiene la literatura para analizar la realidad”. ¿Cree que América Latina es una gran novela negra?
Mi novela es un espejo en el que los lectores pueden verse reflejados, y un punto para mirar la realidad del país e intentar descifrarlo o descubrir algo nuevo. Uno escribe para conocer mejor su entorno y encontrar, tal vez, un lugar en el mundo (...). Se trata de narrar vidas diversas, experiencias extremas, hechos dolorosos o injustos, instantes sublimes. La literatura amplía la visión de lo posible. Una vida sola es poca. Los libros multiplican la maravillosa sensación de estar vivos (...). Esto desde el punto de vista social es una catástrofe, pero para un escritor es una mina de oro. Porque no siempre lo que le sirve al escritor le conviene al mundo en el que vive.
En su libro El síndrome de Ulises habla de la migración. Viajó por el mundo y dejó Colombia para luego regresar. ¿Siente que hay personas que no pertenecen a ningún lugar?
Viajar es para mí un modo de escribir e incluso de pensar. Por eso procuro que en mis libros los personajes se muevan, salten de un país a otro, se enfrenten a esa maravillosa experiencia de estar en espacios nuevos, desconocidos, inquietantes. Yo siempre escribo en mis viajes, claro. Tomo notas, relleno cuadernos con nombres, hago pequeños dibujos, o mapas. Más adelante, eso me ha sido útil para una novela.
Ha pasado muchos momentos con Gabriel García Márquez. ¿Cuál es el que más recuerda?
Uno de los mejores momentos fue una tarde en el restaurante San Ángel Inn, de Ciudad de México, en el que le pregunté si conocía la India, donde yo vivía por esos años. Me contó una bonita historia. Una tarde, Fidel lo llamó a París a pedirle que lo acompañara a Nueva Delhi a una reunión de los países no alineados, y se fue con él en el avión cubano. Al llegar a Delhi prefirió quedarse en la aeronave mirando la ceremonia de bienvenida desde la ventanilla. De repente, hacia el final, vio que Indira Gandhi se bajaba de la tarima presidencial y caminaba hacia la escalinata del avión. Entonces irrumpió preguntando: “Where is García Márquez?” A partir de ese momento se hicieron muy amigos. Gabriel iba a verla todas las tardes y tomaban el té. “A los cinco días a mí me parecía que ella había nacido en Aracataca”, me dijo. Luego ella quedó en organizar un viaje por toda la India, para que él la conociera a fondo con ella. Así se despidieron. Entonces la cara de Gabriel se ensombreció y dijo: “Una mañana llegó la noticia. La habían matado”. Los ojos se le aguaron y concluyó: “Por eso nunca más volví a la India”.
Ha dicho que a Cien años de Soledad se le debe leer como si fueran los salmos de la Biblia. ¿Hay alguna obra de la actualidad que se deba leer de esa manera?
En realidad, lo que creo es que Cien años de soledad es una reescritura de la Biblia. Está el Génesis, la creación del mundo, los pecados del hombre, la violencia, el amor, el nacimiento de una nación, y al final el Apocalipsis. Por eso le gusta a todas las culturas del mundo, y por eso, creo yo, es el libro más universal que se ha escrito en lengua española.
“A veces me preguntaba si no estaba en realidad en Lima”
¿Tiene alguna otra relación entrañable con Perú en el campo literario, amical o familiar?
Bueno, el inicio de mi vida en París fue totalmente peruano por todo lo relativo a Ribeyro. A veces me preguntaba si no estaba en realidad en Lima. Alfredo Pita fue el padrino de mi primer matrimonio y uno de mis más viejos y queridos amigos. Allá conocí a casi todos los escritores peruanos, poetas y novelistas. Pasé veladas maravillosas con Bryce, con Antonio Cisneros, con Ampuero. Con Niño de Guzmán fui a Sarajevo en plena guerra de Bosnia. Aprecio mucho a Iván Thays y Alonso Cueto, al gran Iwasaki, a mi primo Jeremías Gamboa y a mi tocayo Roncagliolo. También a Gabriela Wiener. Cuando estuve en la UNESCO hice gran amistad con el escritor y diplomático Carlos Herrera, y al irme la única despedida que tuve me la dio la delegación del Perú. He estado varias veces con Vargas Llosa, pero no puedo decir que soy su amigo. Eso sí, fue mi maestro, el maestro de todos los novelistas de mi generación. También he leído y visto ocasionalmente a Julio Ortega, pero me dicen que no me quiere mucho. Ignoro las razones. Ah, y otra cosa: me gustan los libros de Manuel Scorza.