-Discúlpame, soy un poco pobre
Anatolia Rúa Castro, 63 años, partera del anexo ayacuchano de Muchcapata se siente culpable. Examina su casa, ubicada a más de 12 horas de Lima, y cree que debe pedir perdón porque tiene una pequeña radio, y no un televisor, donde escuchar el mensaje del Gobierno en plena pandemia por el Covid-19.
Y si la tuviera, tampoco podría usarla. En estos dos meses se acabaron sus ahorros para pagar la luz y el agua. “Tenemos cero soles”, dice. Ella sobrevive en un centro poblado donde aún no llega la enfermedad.
Junto a su esposo agricultor se encierran en casa para evitar el ingreso del virus “que mata a gente por miles”, aunque por ahora los reportes oficiales hablan de 1.961. Pero el hambre hace que abran la puerta y caminen dos horas en busca de la escasa cosecha cada semana.
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Anatolia ha cambiado sus pocas monedas por miedo. Hace unos días, dice, le rogó al alcalde del distrito de Saurama, en la provincia de Vilcashuamán, que contrate un camión para enviar algunos de sus productos a Lima. Le aterra pensar que sus 7 hijos y sus familias no tengan qué comer en la capital. “Aquí tenemos poquito y lo enviamos, aunque sea, para que coman dos días”. Para esta mujer, Lima, la de los 44.333 casos y 689 muertes confirmadas, hoy amenaza a los que más quiere.
La dirigente quechuahablante, de primaria incompleta, vendedora de comida en las ferias distritales, forma parte de la población que -dada su cantidad- ha resultado más afectada por el Covid-19: la indígena andina. Cerca de 6 millones de peruanos que se autoidentifican como aimaras, quechuas o de otros pueblos originarios, son víctimas de este virus incluso antes de que haya contagios.
El Covid-19 no solo pone en riesgo la salud, sino infecta aún más las brechas sociales y económicas entre los indígenas y el resto de la población. Durante esta cuarentena, las mujeres no reciben ingresos al no poder trasladarse a los pequeños mercados para comercializar sus productos y animales, los hombres han perdido sus trabajos como mano de obra, los niños, sin luz, aún no acceden a la teleducación, advierte un reciente estudio del Centro de Culturas Indígenas del Perú, Chirapaq.
“No tienen ingresos, comen lo que tienen y otros vuelven a sus comunidades. Toda la dinámica económica de cosecha y producción se ha paralizado”, dice Tarcila Rivera , vicepresidenta de Chirapaq y exmiembro del foro permanente para cuestiones indígenas de la ONU.
Eso pasa con Anatolia, su paisana, que ya no puede vender comida en las ferias, va a escondidas a recoger sus alimentos en el campo, y cuando los tiene no hay a quién vendérselos. El movimiento agrícola del campo a ciudades, como Lima, solo existe para los grandes productores. Los pequeños, como ella, que viven de la venta en mercados locales y no son sujetos de crédito, hoy solo producen para comer. “Tengo unos cuantos ganaditos, ¿pero a quién se los voy a vender?”.
En épocas de Covid-19, la pobreza tiene apellido indígena. Si históricamente esta población ha sido la menos beneficiada por el crecimiento económico (según el Banco Mundial); ha tenido que lidiar con la precariedad laboral, y la falta de acceso oportuno a servicios públicos, como la salud, pues esta pandemia lo ha empeorado. “Muchos que habían salido de la pobreza han vuelto o están por volver”, dice Alicia Abanto, adjunta para los servicios públicos, medio ambiente y pueblos indígenas de la Defensoría del Pueblo.
Por eso, 160 mil peruanos, entre ellos indígenas andinos de las zonas urbanas, emprendieron su regreso a pie a Huancavelica, Ayacucho o Puno. “No tienen los ingresos que les generaba el autoempleo o trabajos informales, a veces como ambulantes. Por eso regresan, con la esperanza de que podrán cosechar y comer”, afirma Rivera.
Anatolia no sabe si en alguno de esos grupos están sus hijos. “¿A dónde va a ir? Algunos no tienen casa, ni trabajo. Solo han recibido su canastita”, dice. A ella también el municipio le dio una, pero hasta ahora, en el día 58 de la cuarentena, ni siquiera ha oído hablar de algún bono.
Para Tarcila Rivera, se requiere reactivar la dinámica económica basada en el contexto real de cada lugar. “No podemos negar que hay esfuerzo, pero no conocemos más allá de Lima”. Por eso, plantea, por ejemplo, que los municipios acopien los productos de los pequeños agricultores en camiones y los trasladen a los mercados locales.
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Alicia Abanto, de la Defensoría, exige mejorar la atención en los establecimientos de salud, ubicados a varias horas de las zonas rurales y que en algunos casos no cuentan con personal tras el cierre de fronteras.
En tanto, los mensajes del Gobierno aún llegan de boca a boca a varios pueblos indígenas. Les dicen que se laven siempre las manos. Y eso a Anatolia también le preocupa: el agua, que aún no paga, debe alcanzar para ella, su esposo y su tierra. Eso es lo único que le queda.
Al menos dos personas han fallecido por Covid-19 en la comunidad shipibokonibo de Cantagallo, en el Rímac, según denunció la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos. Se trata de dos hombres menores de 45 años, cuyas muertes se dieron entre el 10 y 11 de mayo
Según la CDDHH, a inicios del mes se tamizó a 120 personas de las más de 500 que viven en la zona, y más del 40% dio positivo. Pese a ello, no han recibido atención médica, ni alimentación. Urge la intervención del Ministerio de Cultura y la Diresa Lima Norte.
Tras la publicación del DL 1489, el Gobierno dijo que se incorporará la variable étnica al registro de Covid-19.