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Opinión

Crimen y leyenda, por José Rodríguez Elizondo

“Visto este contexto luctuoso, el presidente brasileño, Lula, está matizando su apoyo a la dictadura venezolana y los sobrepoblados recintos penales de la región mutan en cuarteles generales del crimen”

larepublica.pe
AAR

Entre febrero y abril, los chilenos vivimos entre el sicariato político teledirigido, el crimen con jactancia rebelde y el terrorismo clásico.

Primero fue el secuestro, asesinato y sepultación clandestina de un militar venezolano exiliado. Sus asesinos, miembros del ‘Tren de Aragua’, ya están de vuelta en Venezuela. Luego, delincuentes venezolanos acribillaron al carabinero Emmanuel Sánchez, quien los había sorprendido en delito flagrante. Detenido uno de los presuntos asesinos, se jactó así: “Ni la muerte nos detiene y si la muerte nos sorprende, bienvenida sea”. Un notable copy paste de una frase de Ernesto ‘Che’ Guevara: “En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea”. Y eso no es todo. A fines de abril, para el 97° aniversario de Carabineros de Chile, tres de sus efectivos fueron emboscados, asesinados y calcinados en la Araucanía. Este crimen, de clara estirpe terrorista, conmocionó al país, fue noticia mundial y nadie habló, como antes, de “violencia rural”.

Lo peor es que no estamos ante una excepcionalidad chilena.

Ordalía para demócratas

En Colombia, tras acuerdos de pacificación con dos gobiernos, los descendientes de Marulanda y los guerrilleros castristas se instalaron en la bipolaridad. Unos han vuelto a la oposición armada y a la violencia delictual. Expertos dicen que se refugian en Venezuela y que se financian mediante servicios al narcotráfico. Otros se han beneficiado de una reinserción política subvencionada, con un éxito asombroso: el año antepasado instalaron en la Presidencia de la República al exguerrillero Gustavo Petro.

En Ecuador, entre 2023 y lo que va del año, sicarios organizados asesinaron a 14 políticos, entre estos al candidato presidencial Fernando Villavicencio. En el Perú, una franquicia del ‘Tren de Aragua’ está actuando y matando en la capital y en regiones. Esto ensambla con los letales estallidos del año pasado, con activa participación del expresidente boliviano Evo Morales.

En Bolivia, el mismo Morales está desestabilizando al presidente Luis Arce, quien, para afirmarse, firmó un tratado de cooperación militar con Irán. Hoy cuenta con una panoplia de drones y la eventual presencia de la organización terrorista Hezbollah, vinculada a la teocracia iraní.

Visto lo anterior, en Argentina se teme una reaparición bombástica de dicha organización. Además, dada la audacia de las medidas económicas del presidente Javier Milei, también se teme un reventón tipo “estallido”. No es casual que el Gobierno esté potenciando a militares y policías con apoyo de los EEUU.

En México, entre la leyenda del Chapo Guzmán y las ‘mañaneras’ de AMLO, extensas zonas del país están bajo control de los carteles del narcotráfico. Este fenómeno incide en una criminalidad rampante.

Visto este contexto luctuoso, el presidente brasileño, Lula, está matizando su apoyo a la dictadura venezolana y los sobrepoblados recintos penales de la región mutan en cuarteles generales del crimen. Como contrapunto, la política carcelaria del presidente salvadoreño, Nayib Bukele, es factor principal de su gran popularidad. Privilegiando las demandas por seguridad ciudadana, se ha convertido en prototipo del líder que privilegia la “mano dura” por sobre el Estado de derecho.

Lumpen funcional

Algunos de los gobernantes afectados parecen ignorar que la retórica de la indignación se desvaloriza rápido, que el déficit de estrategia socava el principio de autoridad, que la desconfianza histórica en la fuerza legítima del Estado desmoraliza policías y militares… y que estos son objetivo principal de los políticos antisistémicos.

Lo último ya constaba en el Manual del guerrillero urbano del brasileño Carlos Mariguella (1969). Ahí enseña que el terrorismo es “método irrenunciable” del revolucionario y que “la liquidación física de los jefes y subalternos de las fuerzas armadas y de la policía es su finalidad esencial”. A su vez, esto regala una buena clave para decodificar el desplante tanático del delincuente que parafraseaba a Guevara. A sabiendas o no, reprodujo el ethos sesentista que convocaba a vivir peligrosamente y hasta en mala compañía.

Entre los ideólogos de esa línea estuvo el propio Guevara, para quien morir en combate era “apetecible”. Glosándolo, el intelectual castrista Regis Debray decía que para un revolucionario “la vida no es el bien supremo”. Frantz Fanon, pensador del anticolonialismo, agregaba que para matar colonos “el lumpen es una de las fuerzas más espontáneas y radicalmente revolucionarias”.

Contrastando ese ideologismo con la realidad de la derrota, Debray añadió una reflexión dura sobre los sobrevivientes de la guerrilla venezolana. Los definió como “lumpenrrevolucionarios” y “samuráis cesantes, incapaces de rehacer una vida normal en una sociedad donde ya no existe lugar para ellos”.

De manera implícita, sugería que les era más fácil derivar hacia acciones delincuenciales que sumergirse en la vida, simplemente.

La leyenda y la historia

Por lo visto, el castrismo, con su lema de “patria o muerte”, fue y sigue siendo una subcultura política vigente. Motiva en lo político a quienes ignoran que, invocando una situación revolucionaria a nivel continental, Castro promovió sacrificios ajenos para defender su revolución propia. Su insólita confesión está en el siguiente párrafo de una entrevista que concediera a la revista Newsweek del 9 de enero de 1984:

“Ni siquiera oculto que, cuando un grupo de países latinoamericanos, bajo la guía e inspiración de Washington no solo trató de aislar a Cuba políticamente, sino que la bloqueó económicamente y patrocinó acciones contrarrevolucionarias (…) nosotros respondimos, en un acto de legítima defensa, ayudando a todos aquellos que querían combatir contra tales gobiernos”.

Entre las víctimas de ese diversionismo estuvo la democracia venezolana del patriarcal Rómulo Betancourt, quien debió defenderse de guerrilleros castristas. En paralelo, intelectuales guerrilleros desestibaron el Gobierno de Fernando Belaunde y contribuyeron al golpe de Estado de Juan Velasco Alvarado. También sucumbieron dos democracias con mucha solera en la región. Jóvenes tupamaros que romantizaban la violencia guerrillera desestabilizaron la de Uruguay. En Chile, Salvador Allende quedó entrampado en una “operación pinzas”: por la izquierda, Castro lo presionaba para iniciar una lucha armada y, por la derecha, Richard Nixon lo desestabilizaba sin eufemismos. Así llegó el golpe de Estado de Pinochet.

Doloroso debe ser lo aquí contado para quienes creyeron en presuntas leyes científicas de la historia y en un continente maduro para una revolución socialista.  También debe ser doloroso para quienes asumen la simbiosis entre la leyenda de la Sierra Maestra y  la crónica de los “samuráis cesantes”. 

Juntos fueron y son víctimas de una subcultura política que explica, en buena parte, la inseguridad ciudadana que hoy asuela América Latina.