Una reciente encuesta de Ipsos a nivel internacional para el Foro Económico Mundial nos trae una novedad que no puede ser ocultada: “una abrumadora mayoría de personas quiere un cambio real después del COVID-19”. Según este foro la gente en todo el mundo “quiere un mundo más justo y sostenible”. El otro dato importante es que las tres cuartas partes “quieren que sus vidas también cambien”.
En el Perú, el 93% de peruanos quiere “un cambio significativo” en lugar de “un regreso a la normalidad anterior al COVID”. Nuestro país junto con Chile ocupan el segundo lugar en el mundo; mientras que Colombia y Rusia ocupan el primer lugar con el 94% (https://www.weforum.org/agenda/2020/09/sustainable-equitable-change-post-coronavirus-survey).
Y si bien es necesario darle un sentido y direccionalidad a esta demanda, lo que determinará si es de izquierda o de derecha, lo que no se puede negar políticamente hablando es que hoy existe una “abrumadora mayoría” que demanda un cambio profundo y un futuro distinto.
Parafraseando a Marx y Engels podemos decir que la pandemia “desgarró los velos emotivos y sentimentales que envolvían” la vida de las personas “y puso al desnudo la realidad económica (y política) de las relaciones” sociales. Se podría decir que la pandemia son los nuevos anteojos que nos permiten “ver mejor y distinto” la crisis económica, las desigualdades, la explotación, el racismo, el patriarcado, la naturaleza y la precarización de la vida y del trabajo humano.
Por eso no me extrañaría que estemos, más aún en países como el nuestro, ante el nacimiento de lo que podemos llamar “un momento radical” donde todo es posible: que se cuestionen radicalmente tanto el actual consenso como esta mediocre estabilidad política y se demande un futuro distinto, lo que expresa el fracaso de las élites en la conducción del actual proceso de globalización.
Me parece que este puede ser el marco en el cual las fuerzas progresistas se planteen la necesidad de un “cambio radical” del país alejado, por cierto, de un izquierdismo estéril como también de un insípido e incoloro centrismo. El primero, porque bloquea nuestro acceso al futuro; el segundo porque nos condena a una política “gatopardiana” y a la repetición de un pasado que hoy rechazamos “abrumadoramente”.
Por eso no me parece extraño que la derecha en nuestro país sea consciente de la posibilidad de que hoy se pueda presentar ese “momento radical”. La angustia que hoy vive, más allá de las buenas vibras que mi amigo Juan Carlos Tafur le quiere transmitir, se expresa tanto en esta inédita diversidad y multiplicación de candidatos presidenciales para las elecciones del próximo año como también en la fragmentación de la representación política de este sector, más aún ahora cuando le es más difícil “controlar” el gobierno y el Estado.
Tampoco me extraña que el progresista se divida entre un sector izquierdista y otro que apuesta por una política centrista. A los primeros hay que decirles que el futuro no se construye repitiendo un pasado que ha fracasado y a los segundos que el “centro” ideológico no existe, que no es ni puede ser la suma de corrientes políticas distintas, como si fuera una coctelera, y menos una zona de refugio de sectores medios temerosos del cambio ya que se han beneficiado también de un pasado que hoy es rechazado. El “centro” más bien es una “ubicación política” que busca construir un “centro hegemónico” capaz de ordenar el escenario del progresismo y estabilizar el sistema político.
Como diría Umberto Eco: ni apocalípticos ni integrados. El problema, por lo tanto, es cómo practicamos un radicalismo inteligente que no solo nos abra las puertas del cambio y de un nuevo consenso igualitario en el país, sino también que nos aproxime a ese electorado plebeyo que no ha sido fiel a los partidos de izquierda sino más bien a su propia radicalidad.
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