La equívoca frase de “fin de ciclo” ha empezado a usarse para caracterizar el actual caos electoral. 19 candidatos de los cuales hasta ahora quedan 17 y la abrumadora mayoría, salvo dos, parecen pensar igual: que todo está bien, a lo sumo hay que eliminar algunos trámites en la administración pública para que vuelva la inversión y además velar mejor por la seguridad ciudadana. El panorama, sin embargo se ha empezado a descalabrar cuando los candidatos revelan lo que verdaderamente son. César Acuña, un personaje sin escrúpulos al que le llueven las denuncias por diversos ilícitos y que en su comportamiento electoral revela que lo que realmente le ha importado al construir su corporación universitaria es el dinero y no la educación. Julio Guzmán, un improvisado, que repite el relato neoliberal buscando nuevas palabras y rostros para lo que ya hemos escuchado en los últimos 25 años. Pedro Pablo Kuczynski, sin aire para la carrera de fondo, sin lugar para crecer y sin ninguna propuesta nueva que presentar. Los conocidos García, Toledo y el nacionalismo con Urresti, todos yendo hacia abajo porque la gente no quiere ni acordarse de ellos. Solo resiste la puntera Keiko Fujimori, heredera del reino del mal que fundó su padre, preso por ladrón y asesino. Sin embargo, hasta la nostalgia por la dictadura y el clientelismo fujimoristas parecen erosionarse en estos momentos, punto a punto, cuando, una vez más, no le salen las cuentas sobre las donaciones de campaña al fujimorismo. En este paraje solo quedan dos candidatos medianamente serios: Verónica Mendoza y Alfredo Barnechea. La primera portadora de un sentimiento de cambio con el que empieza a destacar pero que aún no traduce en visión alternativa, el segundo con algunas buenas ideas que tientan el arraigo masivo. Solo nos queda esperar que se abran paso en medio del descalabro y tengan los recursos para enfrentar a los negociantes del voto popular. Pero ¿qué expresa esta situación? El sistema de exclusión social y político impuesto por el neoliberalismo luego de la transición del año 2000-2001, que ha impedido el desarrollo de la representación, reprimiendo primero la movilización popular y cerrando luego el acceso al régimen político. Quien protesta en este régimen es un delincuente y para competir en elecciones hay que presentar millones de firmas y cientos de comités. De esta forma, se cortan las correas de trasmisión de la sociedad a la política y se impide nuevas opciones que expresen alguna, vieja o nueva, coalición de intereses sociales. Es lo que muchos analistas denominan la “frustración democrática” de buena parte de la ciudadanía. Este sistema de exclusión está caracterizado por la hegemonía de un pensamiento único que permea a todos los candidatos en distintas versiones. La mayoría no cuestiona nada y busca presentarse como el mejor administrador de lo mismo. El mejor ejemplo de ello es Keiko Fujimori que se mantiene en la cima repitiendo generalidades que le soplan al oído ya que su sola cara es la hegemonía. Pero, en este grupo destaca también Julio Guzmán, el esclavo feliz por excelencia. No se trata por ello de que no hayan ideas en este proceso. Sí las hay, pero son las ideas de la derecha convertidas en sentido común en estos años que tratan de reciclarse con más dificultades. El descalabro electoral, por ello, lo que muestra es la crisis de la hegemonía neoliberal. La oferta de casi todos los candidatos no expresa a la población. El pensamiento único sigue vigente, pero ya no convence como antes y no aparece nada con capacidad de reemplazarlo. Por ello es sintomático que la gente se quiera olvidar de los que ya gobernaron esta frustración democrática y tenga cierta nostalgia por el autoritarismo. Pero, a la vez, que los nuevos aparezcan como improvisados más que como políticos. Si hablamos de fin de ciclo hay que tener cuidado de a qué nos referimos. No es solo ni principalmente el fin de los políticos más conocidos como García, Lourdes o Toledo. Podría ser el comienzo del fin de este régimen político sin política, es decir sin verdadera competencia política, que nos trajo el neoliberalismo. Por más que ahora gane otro neoliberal, incluso si gana Keiko, va a gobernar sobre los restos de un sistema que ya no funciona, ni parece tener las piezas de recambio necesarias para que funcione. Es decir, podríamos estar eligiendo a un enterrador más que a un Presidente. El problema es cuando se elige a un enterrador sin que la sociedad haya producido alguna alternativa. Cuando ello sucede las placas tectónicas que ya han empezado a moverse nos deparan sorpresas, ojalá que en este caso no sean desagradables.