En el cementerio de Carmen Alto, en Comas, como en la fotografía de la portada de su libro, no sabía dónde terminaba el territorio de los vivos y dónde comenzaba el territorio de los muertos. Joseph Zárate, en los primeros meses de la pandemia del coronavirus, ha conocido in situ el dolor y la muerte. Como cronista, estuvo en los mortuorios de los hospitales, acompañó a una legión de venezolanos en la peligrosa tarea de junta cadáveres, ya sea en distritos como Miraflores, San Isidro o El Agustino. Ha estado cerca de los deudos, quienes estaban lejos de sus seres queridos difuntos, porque estaba prohibido y además temían el contagio. Durante días estuvo en un crematorio donde los seres humanos se convertían en polvo o, también, en la punta de un cerro, donde veía cómo un hueco, hecho a pico y lampa, se comía la existencia de una persona.
Joseph Zárate todo ello lo cuenta en Algo nuestro sobre la tierra (Random House), un libro sobre los primeros días y las primeras víctimas del coronavirus en Lima, en el que hay muchas escenas y pasajes de dolor, muerte y ternura, cuya lectura acaso también nos deja sin oxígeno.
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Mientras toda Lima se refugiaba por temor al virus, tú saliste a las calles para ver las víctimas. ¿Como Gabo, querías vivir para contarlo?
Sí, en parte. Tú sabes, como reporteros, nosotros somos como historiadores del presente. Tratamos de dar cuenta de lo que está ocurriendo a nuestro alrededor. Tratamos de extraer y construir sentidos de la realidad que nos rodea, que siempre es caótica, azarosa. Eso es lo que siempre he hecho. Pero en este caso particular, en el contexto de la pandemia, había algo que me empujaba aún más a salir a la calle, a contar lo que estaba ocurriendo y tiene que ver con cierto sentido del deber. Pensar en el periodismo no solo como un vehículo para contar lo que pasa en la realidad sino también como una especie de herramienta para que las personas se dieran cuenta o cuestionen sobre lo que estaba pasando. Había muchos, como ahora, que no creían en la pandemia. Eso es lo que me empujó, pero también en la redacción en la que yo trabajaba, yo era uno de los pocos que tenían una salud íntegra para salir a la calle.
Cumplir el deber pese a que la realidad tenía el rostro de la muerte...
Sí. Días antes de que se declare la emergencia, tenía que viajar, pero se paralizó todo. Se ordenó que todos los redactores íbamos a cubrir lo que ocurría en Lima. Es allí cuando se evaluó sobre qué personas podían salir a hacer un trabajo de campo. Entre esas personas, solamente mi colega Rosa Laura y yo teníamos las condiciones de salud para hacerlo. Nos repartimos tareas y a mí me tocó cubrir los mortuorios y es allí que empecé a entrevistar a los enfermeros que trabajan en la morgue de los hospitales y comenzamos a encontrar los primeros indicios del subregistros de los muertos. La cifra oficial no coincidía con los de la realidad.
No dijiste ‘tanta muerte y dolor, ya no voy más’...
Cuando estoy reporteando, en protestas, cubriendo asuntos espinosos, algo dentro de mí se desactiva, como que se apaga para no ser destruido por esa realidad, para que no me afecte demasiado. Eso me ocurrió. Más bien, el momento en que yo me quiebro es cuando comienzo a escribir y procesar todo ese material dentro de mí. Te digo, de repente estoy cubriendo un entierro múltiple y me llama mi madre y me dice tu tío ha muerto de COVID en Pucallpa, o me llama mi mejor amigo y me cuenta que su suegro necesita UCI y me pide, por favor, un contacto en un hospital. Ahí sientes que la realidad te invade tu mundo emocional. Cuando cubres una marcha, tienes una distancia, pero en este caso no. Yo intentaba que no me afecte en ese momento, pero en la hora de la escritura y con el paso de los meses, eso se fue empozando dentro de mí. Y sí, me afectó muchísimo. Afortunadamente pude salir. En todo caso, si yo puedo extraer una lección de eso que yo viví es que he aprendido a través de la contemplación de la muerte a pensar y revalorar mis vínculos con la vida, que, finalmente, es tu familia, tus padres.
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¿Cómo asumiste esto que es paradójico y lo narras, que los cremadores, los juntacadáveres, viven de la muerte?
Sí, pero en términos de remuneración es un trabajo, pero creo que la diferencia está en el lugar que han ocupado históricamente estas personas. Si uno revisa las grandes epidemias en el mundo, siempre la gente más pobre, necesitada, la más vulnerable, es la que termina haciendo ese trabajo. Así se lee en Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, que los pobres, los parias, migrantes, como ahora muchos venezolanos, realizaban esa tarea.
Cuando muere un ser querido, solemos llegar de donde sea para el velatorio. ¿La pandemia disipó estos afectos?
Sí, por supuesto. Es un tiempo sin abrazos, sin besos finales, sin poder tocar a esa persona que tú quieres. Hay una parte del libro con la que me quebré y es cuando una joven, cuyo tío ha muerto en un hospital de Lima, como no puede ver el cadáver, porque era prohibido en ese momento –estaba dentro de una bolsa negra, hermética–, le pide, por favor, al dueño del crematorio: “Antes de que lo metas al horno, dile que en la casa lo queremos, que lo vamos a extrañar”. Eso me revelaba cómo, incluso en las peores de las tragedias, nuestra humanidad se impone. Encontramos maneras de que esos rituales suspendidos se sigan manteniendo. El ser humano, en general, crea rituales para poder resistir esa perplejidad, esa incomprensión de lo que no conoce, en este caso la muerte.
Hablando de migrantes. Siempre se refieren a los de la primera línea, como doctores, enfermeros, pero no se alude a los de la última línea, por ejemplo, los venezolanos que en tu libro recogen cadáveres.
Como te dije, hay quienes siempre han ocupado ese lugar en las historias de las epidemias. En este caso particular, en el Perú, la migración venezolana. Además, en nuestro continente, es la carta política que usan los candidatos, la carta xenofóbica, sobre todo en tiempos electorales. Aparecen estigmatizados, así como cuando los peruanos fuimos a Chile a buscar trabajo. En esa parte del libro, más que reivindicar quise darle la voz al otro.
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Viven situaciones humanas como uno de ellos, que le miente a su hijita que está en Venezuela diciéndole que trabaja en un parque cuando en realidad trabaja en un crematorio...
Eso mismo. En esa parte, al intentar alejarme de ese clisé estigmatizador, y querer darles voz a esas personas, aunque, como todos, ellos tienen una voz. En esa parte del libro yo he sido un amplificador de esa voz. Nada más. Es allí, cuando hago esa operación, que aparecen esos puntos de humanidad que son brutales.
En tu crónica, Clarisa Huamanñahui cosmetizaba a los difuntos, ¿el Gobierno cosmetizó el registro de las víctimas?
Yo creo que es algo más complejo y tiene que ver con la incapacidad del Estado peruano para poder registrar no solamente cómo viven sino cómo mueren sus ciudadanos. Creo que no es un problema estructural de incapacidad, básicamente. Creo que antes que una mala onda –que seguro también la hubo, aunque no pueda probarse– se respondió en función de esa incapacidad.
Ahora te acercas al dolor, a la muerte. En tu libro anterior, Guerras del interior, hablas de tres, tres historias sublevantes. ¿Ribeyro gravita en tu escritura?
Lo importante que es Ribeyro para mí. Cuando escribí Guerras del interior, el único libro que no retiraba de mi mesa fue La tentación del fracaso, su diario. Para la estructura de Guerras..., una de las referencias que a mí me inspiraron fue ese libro, Tres historias sublevantes de Ribeyro. Una guía para mí es una entrada de su diario, cuando él explica por qué escribe ese tipo de historias. Él responde que lo que intenta hacer con su escritura es registrar la historia psicológica de una decisión humana. Y eso es un faro para mí. Yo intento hacer lo mismo en la crónica, obvio, con mis propias limitaciones. Es decir, no solamente me interesa registrar la realidad, sino registrar el impacto que tiene esa realidad, ese acontecimiento, en el mundo emocional de las personas sobre las cuales escribo.