El premier Fernando Zavala ha emitido una declaración personal firme cuestionando las interpelaciones a los ministros que califica de obstrucción a la labor del Gobierno, responsabilizando a Fuerza Popular por esta ofensiva. El fujimorismo le ha contestado y entre ambos se llevará a cabo en los próximos días un intercambio de fuego que tendrá alguna promesa de paz, como ya sucedió en el pasado. Con esto concluirá otro microciclo de la política nacional y se iniciará otro. Este episodio es distinto a los registrados en los últimos meses por lo menos por una razón: entre Fuerza Popular y el Gobierno han terminado de construir una relación compleja, a veces tirante y otras colaborativa, que hegemoniza el escenario echando de él al resto de grupos. Y lo han logrado con la colaboración de estos. A diferencia de las otras tensiones –el caso del asesor Moreno y la censura de Jaime Saavedra– el fujimorismo ha mediatizado a Acción Popular y al Apra, y el oficialismo al Frente Amplio y a Alianza para el Progreso, incluso a pesar de que la interpelación a Martín Vizcarra fue trabajosamente labrada por AP. No se trata de alianzas formales o de sujeciones sino de la pérdida de personalidad y perfil propio. La actual dinámica parlamentaria no depende del impulso de estas cuatro bancadas que –y eso es lo paradójico– concentran un elevado número de parlamentarios experimentados y destacados, sino de la ecuación establecida por los espacios que ocupan el antifujimorismo y el conservadurismo. Ellos subsumen todo. ¿Por qué estas bancadas no pueden exhibir un perfil propio? Este resultado no se debe a un déficit de fuerza, es decir, a los problemas internos de la mayoría de estos grupos, sino a un problema de agenda o, mejor dicho, a la falta de voluntad política para levantar estrategias y prácticas diferenciadas. El parlamento carece de minorías heroicas o personalidades especiales capaces de construir desde un escaño una oferta política nacional porque el programa principal considera que la actividad fundamental en esta hora de la política es la contención, tanto de la ofensiva fujimorista como de la izquierda y sus aliados, rotulados como lo “caviar” por los sectores conservadores. El negocio de la contención es la inminencia, tanto del derribo del Gobierno por el fujimorismo como la imposición de la agenda izquierdista, de género, y contraria a la inversión. La política de la inminencia ha empoderado al gobierno y al fujimorismo, y ha convertido al resto en invitados de piedra. Sostengo que esa política de la inminencia la mayoría de veces es exagerada y sobreactuada, y tiene un efecto paralizante en un sistema que necesita debatir y aprobar cambios de fondo para renovar la democracia. Curiosamente, esta parálisis es más visible en quienes le piden al Ejecutivo “hacer política”, lo que ellos tampoco hacen. La principal víctima de la inminencia es el cambio. A diez meses del inicio de la legislatura nos hemos olvidado de la renegociación de los contratos del gas, del relanzamiento de la descentralización y de la reforma política, y nos movemos en el reino de la pequeña política, al punto que el grueso de los contenidos producidos en los últimos meses se deben a decretos legislativos por facultades delegadas. El último episodio de este contexto es la indiferencia de los dos partidos históricos del Congreso y del Frente Amplio ante la negativa de Fuerza Popular de dar paso a la reforma electoral. Creo que hay vida más allá de la contención. Y esto pasa por desempolvar los programas electorales, transformarlos en iniciativas legislativas y en acción ciudadana fuera de la micropolítica. Por ejemplo, una cosa es el pequeño debate sobre la reelección de los alcaldes y gobernadores regionales y otra la rendición de cuentas y el relanzamiento de la descentralización; o una cosa son las acusaciones a Ollanta Humala sobre Madre Mía y otra la reapertura de las indagaciones sobre las violaciones de los DDHH en el Alto Huallaga en las décadas de los ochenta y noventa. http://juandelapuente.blogspot.pe/