Las primeras semanas de la gestión de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos están confirmando las pesimistas perspectivas de aquello que mostró en su campaña electoral: va tomando forma una postura nacionalista en el peor sentido del término que se halla atravesada de demagogia y que se despliega en una forma de hacer política desdeñosa de los altos valores institucionales que los llamados “padres fundadores” entregaron como camino de desarrollo y dignidad para los Estados Unidos de América. Así vemos como para la conformación de su gabinete de ministros el presidente estadounidense ha reunido a personajes no solamente ultraconservadores sino, sobre todo, ajenos e incluso adversos a las tradiciones más generales de la política democrática en ese país. El estilo que ha adoptado su administración plantea un problema que no es estricta o únicamente ideológico, sino que se sitúa en un plano más fundamental y delicado: el de los consensos básicos de la vida republicana y el de las formas elementales de conducir los asuntos públicos en una auténtica democracia.Hablamos de cierto grado de conocimiento de las materias en discusión, de aprecio por la verdad, de tolerancia, de ilustración, de respeto hacia las formas y hacia los derechos de las minorías. Todo ello parece haber perdido relevancia en la forma de hacer política que se busca imponer desde este nuevo gobierno.Es perturbador observar, de otra parte, que esta ola triunfante de demagogia y de desdén a las formas básicas de la cultura democrático-liberal no es exclusiva de los Estados Unidos. De hecho, se podría decir que ella comenzó a manifestarse ya como una amenaza también en las democracias europeas con el posible ascenso de partidos neofascistas. Esta situación invita a que nuestras democracias se planteen con necesidad y seriedad la cuestión de cómo se ha llegado a este estado de cosas. Aunque suene como referencia desproporcionada, es útil considerar el contexto en el cual surgieron los fascismos europeos en el siglo XX, entre ellos el nazismo y su política genocida. Hoy en día, el nacionalismo y el populismo se nutren básicamente de un malestar económico y de una marcada preocupación por la seguridad. Ambas fuentes de desasosiego permiten ganar adeptos a quienes prometen mano dura y acción rápida. Recordemos, además, que ambos problemas son traducidos en clave de xenofobia. Las penurias económicas de las masas “nacionales” son presentadas como resultado de la migración y de la globalización, mientras que la amenaza del terrorismo internacional es personalizada en algunos pueblos o grupos étnicos. Esa es la mezcla de temores y prejuicios que el populismo y el nacionalismo alientan y aprovechan para propagarse.El reto de las democracias y del liberalismo en la hora presente es contrarrestar esa cultura del miedo y de la revancha. Renovemos las promesas que una auténtica democracia ofrece: libertad y equidad, igualdad de derechos y apertura a la crítica, valores centrales que deben ser finalmente defendidos.