¿Ha terminado por fin para Argentina el tiempo de los desvaríos populistas y el hechizo suicida que ejerció sobre el gobierno de los Kirchner el “socialismo del siglo XXI” de Chávez y Maduro? Después de pasar una semana en este país me alegra decir que sí, que en los pocos meses que está en el poder Mauricio Macri ha llevado a cabo reformas valientes y radicales para desmontar la maquinaria intervencionista y demagógica que estaba arruinando a una de las naciones más ricas del mundo, aislándola y empujándola hacia el abismo. No es necesario recurrir a sondeos y estadísticas para demostrarlo: el cambio está en el aire que se respira, en la manera de hablar de la gente sobre el momento actual, el alivio y el optimismo con que a la mayor parte de conocidos y desconocidos les oigo comentar la actualidad política. Es verdad que la oposición peronista –aunque tal vez sería mejor decir kirchnerista, pues el peronismo, conformado por un abanico de tendencias, no es unívoco en su oposición sino diverso y matizado– no ha dado al nuevo Gobierno un período de gracia, y ha comenzado a atacarlo sin piedad y a tratar de sabotear el sinceramiento de la economía –la cancelación de los subsidios que la asfixiaban– y a oponerse a las reformas. Pero los beneficios están ya a la vista y son inequívocos. Argentina, desde su acuerdo con los detentadores de los llamados “fondos buitres” ha recuperado el crédito internacional y la desaparición del “cepo” ha devuelto a su moneda una estabilidad de la que no gozaba hacía tempo. La visita del presidente Obama, que significó un importante aval a la nueva Argentina, ha abierto un desfile de visitantes de valía, políticos y económicos, que vienen a explorar la posibilidad de invertir en una tierra pródiga en recursos a la que las políticas autistas y nacionalistas de la señora Cristina Kirchner estaban llevando a una ruinosa autarquía. Y en política internacional el Gobierno de Macri ha dado un vuelco integral a la del régimen anterior, manifestando su vocación democrática, criticando la violación de la legalidad y de los derechos humanos en Venezuela y pidiendo que el régimen de Maduro abra un diálogo con la oposición a fin de asegurar una transición pacífica que ponga fin a la lenta desintegración de un país al que el estatismo y el colectivismo han llevado al hambre y al caos. Qué diferente es prender la televisión y, en vez de los lugares comunes y los eslóganes tercermundistas que hacían las veces de ideas en los discursos de la señora Kirchner, escuchar al presidente Macri, en conferencia de prensa, explicando con claridad, sencillez y franqueza que desembalsar una economía paralizada por el constructivismo demagógico tiene un alto precio que no hay manera de evitar y que, sin ese saneamiento que es volver de la quimera a la realidad, Argentina nunca saldría del pozo en que la sumió una ideología fracasada en todos los países que la aplicaron. Le oí explicar también, de manera absolutamente persuasiva, por qué la mal llamada ley antidespidos que acaba de hacer aprobar la oposición en el Senado, sólo servirá para dificultar la generación de nuevos empleos al desalentar a las empresas a extender sus servicios y contratar más personal. En todas las intervenciones públicas, y en conversaciones privadas, que le escuché esta semana, el nuevo jefe de Gobierno argentino me pareció desprovisto de la arrogancia que suele acompañar al poder, de la retórica insustancial de tantos políticos, empeñado en tender puentes y en convencer a sus compatriotas de que los sacrificios que cuesta acabar con el nefasto populismo son el único camino por el que Argentina puede recuperar la prosperidad y la modernidad de que ya gozó en el pasado. Y desde luego que hay razones para creerle. Argentina es un país muy rico en recursos naturales y humanos; el sistema educativo ejemplar que tuvo en el pasado, aunque se haya deteriorado con las malas políticas de los gobiernos precedentes, todavía produce ciudadanos mejor formados que el promedio latinoamericano –tal vez ningún otro país de la región ha exportado más técnicos de alto nivel al resto del mundo– y no hay duda de que, con las reformas en marcha, las inversiones extranjeras, retraídas todos estos años, volverán en gran número a una tierra tan pródiga, creando los empleos que hacen falta y elevando los niveles de vida y las oportunidades para los argentinos. Hay un aspecto que quisiera destacar entre los cambios que vive la Argentina. Con la libertad de expresión, que sufrió tantas averías durante los gobiernos de los Kirchner, la corrupción que al amparo de ese Estado que Octavio Paz llamó el “ogro filantrópico” proliferó de manera cancerosa, ahora sale a la luz y, en estos días precisamente, la prensa da noticias estremecedoras de las sumas de vértigo que los testaferros de los antiguos mandatarios acumularon, monopolizando las obras públicas de regiones enteras y saqueando sus presupuestos de manera impúdica convirtiendo en multimillonarios a aquellos dueños del poder que se jactaban de ser revolucionarios antiimperialistas y jurados enemigos del capitalismo. Dudo mucho que haya un solo capitalista en el mundo que haya amasado una fortuna tan prodigiosa como Lázaro Baez, testaferro por lo visto de Néstor Kirchner y ahora en la cárcel, antiguo cajero de un banco de Santa Cruz, que un puñado de años después tenía cerca de cuatrocientas propiedades rurales y urbanas y cerca de un centenar de automóviles en su país y compraba departamentos y casas en Miami por más de cien millones de dólares. Que Argentina tenga éxito en las pacíficas reformas democráticas y liberales que está llevando a cabo tiene una importancia que trasciende sus fronteras. América Latina puede aprender mucho de este país que, luego de casi tocar fondo por culpa de la ideología colectivista y estatista que estuvo a punto de arruinarlo, se levanta de sus propias cenizas con los votos de sus ciudadanos y tiene el coraje de desandar el camino equivocado. Y emprende uno nuevo, el de los países que gracias a la libertad –la única verdadera, es decir, la que abarca la política, la economía, la cultura, el ámbito social, cultural y personal– han alcanzado los mejores niveles de vida de este tiempo, los que han reducido más la violencia en las relaciones humanas y los que han creado la mayor igualdad de oportunidades para que sus ciudadanos puedan materializar sus aspiraciones y sus sueños. Aunque, a veces de manera confusa, creo que éste es ahora un ideal que ha ido echando raíces en los países latinoamericanos, donde los antiguos modelos que se disputaban el favor de las gentes –las dictaduras militares y las revoluciones armadas socialistas– han perdido prestigio y actualidad y sólo valen para minorías insignificantes. Por eso es que, con las excepciones de Cuba y Venezuela, en toda la región hay ahora democracias, aunque algunas sean muy imperfectas y amenazadas por la corrupción. Argentina puede ser el ejemplo a seguir para renovarlas, purificarlas y ponerlas al día, de modo que se integren al mundo y aprovechen las grandes posibilidades que éste ofrece a los países que hacen suya la cultura de la libertad. Buenos Aires, mayo de 2016