Mucho más de la mitad de las universidades privadas peruanas que existen hoy fueron fundadas después del decreto 882 de Fujimori, expedido en 1996. Me refiero a la infame “Ley de promoción de inversión en la educación”, que, como su nombre confiesa, no quería promover la educación sino la inversión privada. La mayor parte de esas universidades son mamarrachos disfuncionales, montados a la mala, que reparten cartones inútiles y colocan en el mercado a miles de graduados que jamás encontrarán un trabajo en su campo. Incluso antes del decreto, durante la primera mitad de la dictadura fujimorista, la universidad privada había entrado por una ruta nefasta, cuyo hito mayor fue la fundación de la Universidad César Vallejo, que con el tiempo convirtió a César Acuña en el mayor empresario de la educación en el Perú. Más allá del escándalo de sus viles plagios está ese escándalo mayor: el de la educación de un pueblo colocada en manos de pícaros y mentirosos sin preparación alguna. Mientras tanto, y pese al esfuerzo de Humala en el sector educativo, solo una sétima parte de las universidades nacionales han sido fundadas después de esa ley, lo que quiere decir que, sobre todo durante los gobiernos de Toledo y García, el Estado no equilibró el peso de esa academia trucha: las últimas generaciones de profesionales peruanos lo son, en su mayoría, solo en apariencia. En realidad son subempleados en serie, para lucro de un puñado de inescrupulosos. Esa realidad, que vamos a sufrir con más gravedad en el futuro, cuando el país resienta aun más la escasez de profesionales competitivos, es consecuencia de una versión idiotizada y cataléptica de la lógica liberal del mercado, producida por la “derecha bruta” de la que hablaba Tafur, dispuesta a multiplicar su brutalidad y hacerla hegemónica. Esa lógica perversa, en la que el único bien valorable es el dinero mismo, es la que estaríamos colocando otra vez en el poder si elegimos a Keiko Fujimori o a César Acuña.