Hay un dicho que solían repetir nuestras abuelas (racistas como ellas solas, no nos hagamos) y que rezaba más o menos así: "Blanco pobre, negro con plata y cholo con poder, ¡líbreme Dios!". Bueno, pues, en algo de eso nos hemos convertido los peruanos ahora que, creyéndonos los nouveau riche de América Latina, nos damos el gustazo, por primera vez en nuestra historia, de cholear a otros. Sí, nosotros, que hemos sido los eternos choleados de los países a los que tantas veces fuimos a tocar puertas huyendo de nuestras muchas crisis. Y, claro, justo les tocó a los venezolanos -aquellos que vienen huyendo de un país en ruinas, como era el nuestro en los ochentas y noventas- ser nuestros cholos y, de paso, el pararrayos de nuestras mezquindades. Se les insulta por redes sociales, en vivo y en directo y a través de los medios de comunicación que han encontrado una nueva manera de azuzar la xenofobia culpándolos de todos los males. No pasa un día sin que se publique un titular en el que un “venezolano” comete un acto antisocial, generalizando de mala manera lo que suelen ser hechos individuales. Esta semana, los ataques vinieron después de que se viralizara un video en el que una pareja de jóvenes venezolanos probaba la chicha morada y comentaba que no les gustaba. Las reacciones fueron descomunales y se les insultó como si existiera algún capítulo de la Constitución que obligase a todo bicho viviente y residente en nuestro país a gustar de nuestras bebidas, comidas y demás menjunjes (muchos de ellos bastante indigestos, valgan verdades). Lo curioso es que hasta hace muy poco, los peruanos podíamos haber sido acusados más bien de un exceso de xenofilia, pues siempre fuimos demasiado permisivos con los extranjeros, al punto que, por ejemplo, durante años nuestra televisión fue el refugio de libretistas, artistas y productores argentinos, que hicieron entre nosotros una carrera que les había sido negada en su país de origen. Y, sí, seamos francos, gran parte de esa xenofilia tenía que ver con el tema racial. Dada nuestra escasa autoestima colectiva, que nos hizo avergonzarnos por siglos del hermoso tono cobrizo de nuestra piel, nos parecía tremendo triunfo que alguna hija o sobrina se levantara un “gringo” para “mejorar la raza”, espantosa expresión que se usaba hasta hace muy poquito. Y no en vano somos los inventores del término “brichera”, que describe a la peruana que consigue casarse con un europeo, logro equivalente a una maestría o un pieichdí en algunos estratos sociales. Bueno, pues, de pronto ahora somos nosotros los “choleadores”, justamente porque sabemos que los venezolanos, esta vez, nos necesitan, como nosotros los necesitamos a ellos en tiempos pasados de crisis, cuando, en la diáspora provocada por el joven García y su millón por ciento de inflación, fuimos a tocar puertas y ventanas donde hubiera la más mínima oportunidad de sobrevivir. Por cierto, denunciar la reciente xenofobia peruana (que, curiosamente, se basa a menudo en que los venezolanos son blancos que les quitan puestos de trabajo a los cholos, sin decir que ese no es problema de ellos, sino de empleadores racistas que tendrían que ser regulados), no significa que deba abrirse las puertas del país indiscriminadamente. La política de puertas abiertas es tan absurda como el cierre absoluto de nuestras fronteras. Los extranjeros no sólo deben pasar filtros -no tener antecedentes penales, en primer lugar-, sino que, una vez aquí, tienen que cumplir con las leyes y disposiciones de las autoridades como cualquier residente, incluyendo aquellas que regulan, por ejemplo, el comercio ambulatorio. ¿Por qué debemos ser solidarios con los venezolanos? ¿Les debemos agradecimiento eterno, porque en los ochentas, cuando eran un próspero país petrolero, acogieron a miles de peruanos? ¿Debemos mirarnos en su espejo, porque, en esta ruleta que son las democracias latinoamericanas, mañana podría pasarnos lo que hoy les pasa a ellos? Bueno, sí, en estos asuntos, aquello de hoy por ti y mañana por mí es un mandato. Pero, por sobre todas las cosas, tenderles la mano es un asunto de humanidad, algo que muchos peruanos parecen haber olvidado en unos pocos años de crecimiento económico.