El Perú ha crecido. No se puede negar. Pero crecimiento no es lo mismo que desarrollo o progreso. En política social, no. Por Ybrahim Luna Hay un discurso oficial lleno de cifras que nos muestra el buen camino por donde vamos. Pero también hay una realidad que a menudo lo contradice. Y nos muestra un país diferente, lleno de corrupción, carencias y ominosos olvidos. Como por ejemplo, un país que aún no puede reconstruir totalmente una ciudad de Pisco después de tres años del desastre. O un país de intereses políticos y pésimas decisiones que generaron un Baguazo. Etc. Los medios nos bombardean con sus seguridades económicas a diario, y de paso nos contrabandean la idea que no podemos estar descontentos con lo que tenemos, porque entraríamos en la categoría de ‘resentidos’ desestabilizadores de todo lo avanzado. Pero, ¿qué significa haber crecido? Las cifras del PBI nos puedan dar la respuesta más inmediata e indiscutible. Entonces, ¿qué significa desarrollar o progresar? Fácil: todas esas oportunidades, acceso a servicios, y solución de las necesidades básicas que los peruanos poseamos normalmente. Sí. Significa que un peruano promedio, campesino, ambulante, profesor o ingeniero, tenga, a través de un trabajo digno, en cualquier provincia del país, una remuneración que le permita cubrir sus necesidades de una buena educación, salud, vivienda y vestimenta. Qué le permita desarrollar sus capacidades en un medio con iguales oportunidades para todos. Y no solo para un exclusivo grupo de poder. ¿Utópico, no? Pero eso sí significaría un adelanto; y sobre todo, una salida real al atolladero de ser un país tercermundista, que solo exporta materias primas en pleno siglo XXI, y que genera ganancias extraordinarias para unos pocos. Nos dicen que estamos a puertas de ser del primer mundo porque ahora se venden más celulares que antes. La pregunta es, ¿y los presupuestos para Educación y el Sector Salud, también son de primer mundo? Pobre de aquel que esté ‘descontento’ con la realidad que le tocó vivir. Porque si se expresa en contra del modelo económico vigente será sepultado con toda clase de adjetivos. Todo por la impertinencia civil de ‘malear’ el slogan de “El Perú Avanza”. Y los analistas políticos no hacen mucho por entender el ‘descontento’ de buena parte de la Nación. Prefieren centrarse en las estrategias de cómo esconderlo o maquillarlo. No soy ni muy viejo ni muy joven como para recordar un pasado mejor o peor. Pero déjenme imaginar y ensayar al menos una posibilidad. Hubo un tiempo en el que se podían cambiar las cosas, amparándose en los hombres más lúcidos de la región Latinoamérica. Un tiempo llamado historia, hechos de innumerables tomos de certeza y convicciones. Hubo razones, un día, para creer que el Perú avanzaría gracias a aquellos que por mérito humano ejercían el intelecto de la forma más decente. Vaya que la ilusión se desbarrancó una mañana de profundos cambios y simples evoluciones. Y toda clase de anfibios y domadores coparon las praderas de la dirigencia social. En una mañana de largos siglos y revueltas décadas se hizo ‘el cambio’ con un pase de mago tísico. El cuento de hadas que nunca alzó vuelo cayó abatido de burocracia. Babel se hizo carne. Y los hombres, que antes debatían con el debido respeto a la inteligencia y a la sintaxis fueron reemplazados por los que luego ladraron o, en el mejor de los casos, debatieron en sus sillones con esos precarios juegos de laptop, esperando la llamada de su conciencia partidaria a través del celular. La primavera la edificaron los buenos hombres que creyeron que la política era una posibilidad de cambiar y cambiarse así mismo. De estirar el brazo bueno, enseñar a pescar y reinventar la red. De los que te miraban a los ojos porque no tenían otra forma de mirar. De los que te ayudaban con sinceridad sin convocar antes a una conferencia de prensa. Esa fue nuestra extraña primavera, que para otros países hubiese sido un simple otoño. Y es que en nuestro país nunca hubo un pico conquistado. Tan sólo aproximaciones caseras. La raza de políticos intelectuales empezó a ser cazada, marginada, agobiada por la tele, deshilachada por la mediocridad, cansada en sus ojeras por el peso de la indiferencia globalizada. La calidad empezó a oler a polvo y la inteligencia a prehistoria. Fue la excusa perfecta para llenar las tribunas de sedientos burgueses fosilizados, nacionalistas confundidos y lobbystas extranjeros. Una especie nueva de políticos, o una que estaba escondida como mamíferos después del cretácico, emergió poco a poco. Esto ya no era un mérito, sino un puesto. Una vacante para élites huachafas y clubes que se reservaban el derecho de admisión. De repente la voluntad popular creyó ver a sus mismos sobre la tarima, quizá por razones étnicas o cercanías de abajo hacia arriba. Pero no los vio por su infinita lejanía popular. Y cuando los eligió para arreglar ‘todos’ sus problemas, recibió una respuesta con mensajero ajeno y por fax, que decía: adiós y jódete. Los elegidos ya no necesitaron justificar su propia existencia, mucho menos sus proyectos, o sus omisiones, que fueron las más. Eso era para los feligreses de la honestidad. Los nuevos padres de la patria edificaron su religión de exculpaciones, y cada vez fue más grotesca su fe en el poder monetario sin ajuste de cuentas. La política se volvió hereditaria, como un rey que heredaba el país a su hijo corrupto. En los campos, los hacendados eran los únicos capaces de comprar votos; en las ciudades, los profesionales que escondían algunos esqueletos en el armario, de ganarlos; y en la capital, los señores que nunca se ensuciaron los zapatos, de poseerlos. Pero entre todos ellos se alzaron algunas voces cuyas gargantas y pulmones son aún honorables. ¿Qué quiénes son? No lo sé. Cada uno haga su propia lista. Y recuerda: Prohibido estar ‘descontento’ con el sistema en este país,…como prohibido les estuvo a los ahorcados el simple pataleo. Disculpen, voy a utilizar mi celular.