Somos la mitad, queremos paridad
“Circulan versiones de paridad, sí, pero con matices: las mujeres nos la merecemos, pero unas más que otras. Si este fuera el razonamiento, de golpe retrocedimos casi un siglo”.
Somos la mitad, queremos paridad. Ese es uno de los lemas enarbolados por las feministas desde hace varios años. La demanda se asienta en la comprobada desventaja e invisibilidad de las mujeres en la academia y la vida social, en las empresas y en los cargos públicos y de representación. En Perú, las mujeres son algo más que el 50% de la población, así que incluso se podría aspirar a un poquito más que la mitad del todo.
En esa mitad de la población están todas las mujeres: desde la déspota propietaria de barrio residencial que meses atrás choleó al portero de su edificio hasta la dirigenta amazónica que defiende el medio ambiente, pasando por nuestras inteligentes y feministas candidatas al Congreso y la insólita Rosa Bartra y sus tornillos sueltos. Ella también tiene derecho a disputar una curul, porque la exigencia de justicia paritaria la incluye. Visto así, pedir paridad es un excelso ejercicio de generosidad.
Este desprendimiento feminista hacia mujeres que no se merecen ni el saludo, puede sin embargo tener sus bemoles. Junto con la arenga circulan también las versiones de paridad sí pero con matices: las mujeres nos la merecemos pero unas más que otras. Si este fuera el razonamiento, de golpe y porrazo retrocedimos casi un siglo. Porque quién raya la cancha de la línea políticamente correcta de lo que es ser feminista o quién interpreta mejor el enfoque de género para saber si mereces, en este caso, elegir y ser elegida.
En la Constituyente de 1931 se debatió el acceso de las mujeres al voto y, en las posiciones más progresistas, el eje de la discusión era quién tenía ese derecho y quién no. En Hacia la mujer nueva, Magda Portal resume los argumentos. ¿Qué clase de mujeres deben tener derecho a voto? Se pregunta Portal. El grado de cultura de la mujer peruana, sus perjuicios, su inobjetable dependencia de la influencia varonil y muchas veces de la clerical -asegura la autora- hacen del voto femenino un medio para afianzar más bien las ideas conservadoras que las revolucionarias. El Apra opta entonces por el llamado voto calificado, voto sí pero sólo para las mujeres que trabajan. Según Magda Portal el voto de la mujer que trabaja es superior y tiene más valor del de la que vive parasitariamente (sic).
No hubo mujeres que intervinieran en los debates de esa Constituyente, no existían. El diputado Luis Heysen profundizó la línea partidaria: “Reconocemos el voto a la mujer que trabaja en el hogar, en la fábrica o en el campo y de la mujer que estudia y que piensa […] porque diferimos con quienes quieren otorgarle ciudadanía a la niña de sociedad, que siendo una desocupada está al mismo tiempo expuesta a sufrir influencias extrañas, si se quiere clericales”.
En 1930 como ahora no debería haber lugar para la duda. Aunque una cierta inquietud surge al ver a Jeanine Áñez, presidenta de Bolivia -país que incluye paridad y alternancia en elecciones-, ingresar a Palacio Murillo blandiendo la biblia. Ha ofrecido a sus compatriotas que nunca más regresarán los salvajes al gobierno. Cerremos los ojos e imaginemos que Áñez es Tamar Arimborgo en la Casa de Pizarro. Y comencemos el debate.