Indiferencia. Tolerancia. Coexistencia. Ambivalencia. Pero sobre todo, simbiosis . ¿Nos hemos convertido en una sociedad que alienta inconcientemente la corrupción como forma de vida social ? En buena cuenta, sí. Por Ybrahim Luna (*) Los gobiernos que hemos sufrido como los de Toledo y García nos han acostumbrado a que la corrupción sea un sinónimo de vida política e institucional. Y nos han acostumbrado a tal punto que poco a poco nos hemos desarmado y desembarazado de la ecuación: acción – reacción. Lo que nos ha quedado, claro está, es la siempre permisible indignación : un sentimiento tan pesado y maleable como el plomo. Poniendo los puntos sobre las íes: la indignación es mi respuesta a los hechos. Pero el problema es que ya casi nada trasciende más allá de ese sentimiento primario y ya tan de corta duración. Me indigno porque es lo políticamente correcto. Me indigno porque eso demuestra que no soy como ellos. Me indigno, en buena cuenta, porque soy peruano y eso es lo mejor que sé hacer. Pero no me pidas que salga a las calles, que hable en voz alta, que escriba algo o interponga una demanda . Esa no es mi función. Soy ciudadano, simplemente. Reconocer una adicción es el primer paso para el tratamiento, pero solo eso, de ninguna manera es la solución. Es como la piedra en el camino que genera la incomodidad de todos pero que nadie quiere retirar porque no quiere rebajarse a la condición de simple transeúnte samaritano. Nos hemos acostumbrados a actuar solo en situaciones límite, como las que genera una dictadura (como la fujimorista, por ejemplo). O sea, cuando tenemos la personificación de lo incorrecto en un agente bien identificable: “El Chino”. Entonces, la energía acumulada de nuestra actitud puede definir un blanco, un rostro visible, y desfogar esa frustración en la más espontánea expresión popular. Es que más que el pecado en sí lo que parece enervarnos más es el cinismo del pecador, por ser una ofensa casi de tipo personal. ¿Pero ocurre lo mismo en democracia? La respuesta es clara: no Tristemente se puede confirmar el adormecimiento que genera un supuesto estado democrático. Digamos que la identificación del malo y el bueno se hace más difícil o simplemente aburrida, y entramos entonces en el círculo de la indignación al paso y el olvido fugaz, en el sopor cotidiano de acostumbrarse a una cuota aceptable de sátrapas, a imbuirnos en el circuito de que “todo en este gobierno está podrido pero al menos la economía avanza”. Las protestas, las calles y la acción parecen exclusivas para las dictaduras evidentes, las de borceguís, tanques y macanas. Y si un gobierno democrático es tan o más corrupto que uno militar, ya no parece importar tanto, al fin y al cabo se irá en cinco años. “Además, lo que cuenta es que haga obra, que robe pero que haga obra, que robe pero que mantenga encaminado nuestro exitoso rumbo económico”. Entonces el resto será anecdótico y referencial. Además, ¿para qué las calles si tengo Facebook y Twitter para mis campañas civiles desde la comodidad de mi escritorio? Empezamos una nueva etapa en nuestra vida política, un nuevo gobierno. No cometamos los mismos errores. No dejemos que las democracias, por el simple hecho de seguir un determinado e impuesto rumbo económico, se envilezcan ante nuestras narices.