¿De quién es la permanente incapacidad moral en el país?
OPINIÓN. El error por el que se ha conducido la interpretación de la “permanente incapacidad moral” debe ser corregido. El gobierno y el país no deben estar sometidos a la incertidumbre.
Gorki Gonzales Mantilla
¿De quién es la permanente incapacidad moral en el país? Esa es la pregunta que aparece en el fondo del último episodio de la tragicomedia donde el presidente de la República es el actor principal. Ya no está el fujimorismo para atribuirle las culpas. Los malos de la película salieron de escena y aunque algunas de sus voces se escuchen aún, no pasan de ser secundarias. Hasta hace algún tiempo la agenda política giraba en torno a esa variable.
Sin embargo, lo ocurrido en la última semana ha dejado expuesta la enorme precariedad de nuestras instituciones y de los políticos, como rasgos propios de la política peruana. Esto es lo que tenemos. En esto se ha convertido el quehacer público: un conglomerado de personas sin ideas ni compromiso con los valores republicanos, en el mejor de los casos, visiones desarticuladas sobre algunos aspectos de la realidad; sin prioridades organizadas racionalmente salvo para proteger intereses privados, discursos panfletarios y una que otra voz sensata que se pierde en el ruido de desinteligencias que hoy describe a la política en el país.
Por eso, la discusión sobre la vacancia presidencial en virtud de la cláusula constitucional 113-2 puede ser una oportunidad para corregir solo una parte del problema. El Tribunal constitucional tiene una gran responsabilidad entre manos, pero no se debe perder de vista que el problema de fondo va más allá de esa cláusula y de ese debate.
Si se admite el uso de la “permanente incapacidad moral” como sanción, solo debe ser como respuesta de última ratio constitucional y no como un instrumento para el uso discrecional de las mayorías parlamentarias. La declaración de vacancia por este supuesto es un resultado grave y, como tal, debe ser objeto de un proceso exigente en términos constitucionales, con mayor razón si se produce en el seno de un parlamento unicameral.
Es incorrecta la interpretación que sostiene que la “permanente incapacidad moral” implica una respuesta puramente política y, por lo tanto, incuestionable jurídicamente. Esa tesis es incoherente con una perspectiva constitucional seria. La Constitución es una norma política y jurídica, no hay disociación posible. Lo contrario supondría reconocer la existencia de espacios no constitucionales (o parcialmente constitucionales) en el ámbito de la propia Constitución. La argumentación política tiene que llegar a ser reconocible en el orden constitucional, aunque su estructura y racionalidad provengan de fuentes no jurídicas.
El error por el que se ha conducido la interpretación de la “permanente incapacidad moral” debe ser corregido. Una posibilidad lejana es la reforma constitucional para suprimirla y, además, para redefinir las relaciones entre el Ejecutivo y el Parlamento en la perspectiva de un sistema bicameral.
Sin embargo, lo inmediato es la atribución de un significado crítico para enfrentar la altísima gravedad que implica cesar del cargo a un presidente de la república: hechos graves que restan la legitimidad para continuar en el gobierno; conductas evidentes que, en el examen de razonabilidad, permitirían afirmar que la permanencia en el cargo presidencial ocasionaría un daño mayor al orden constitucional y al sistema democrático.
Una perspectiva interpretativa como esta no puede desconocer el alto grado de inmunidad de acusación que la Constitución otorga al Presidente de la República durante su ejercicio (Artículo 117°), al punto que esta solo procede en los casos de traición a la patria, impedir elecciones, disolver al Congreso o impedir su reunión o funcionamiento, lo mismo para el caso del Jurado Nacional de Elecciones y los demás órganos del sistema electoral.
Por lo tanto, la declaración de vacancia por “permanente incapacidad moral” debe ponderar la relevancia y gravedad de estos supuestos, como argumento para admitirla.
Es necesario que esta institución cuente con las garantías que eviten su uso instrumental por el parlamento. Las mayorías, por el hecho de serlo, y para dar paso a sus pretensiones, cálculos y exabruptos, no pueden tener sometido al gobierno y al país en la incertidumbre. En consecuencia, la respuesta del Tribunal Constitucional a la acción competencial debe ser un necesario punto de referencia para enfrentar este problema; sin embargo, la puesta en práctica de la cláusula 113-2 y la realización de la Constitución en su conjunto, dependen de los actores institucionales y políticos.
Los hechos recientes revelan la magnitud de este problema y anticipan que su complejidad no se resolverá mecánicamente con el derecho. Los valores republicanos exigen una adhesión concreta al orden constitucional, que se demuestre en las prácticas cotidianas y produzca instituciones aptas para realizar el bienestar de las comunidades y del país en su conjunto.
Hace veinte años, con la restauración de la democracia, se perdió la oportunidad de reconducir el país para convertirlo en una república social, con instituciones definidas en ese sentido. Como a lo largo de nuestra historia, los grupos y poderes económicos hicieron lo necesario para asegurar sus intereses a costa del país. Se mantuvo el modelo y todo lo que ello implicaba. Ahora vemos sus efectos: un sistema injusto y fallido, donde la permanente incapacidad moral hace tiempo se muestra como característica propia de los políticos y sus males.