Política

Solidaridad y pandemias

Hernán Aliaga, desde Alemania.

Hernán Aliaga.
Hernán Aliaga.

Solidaridad. Palabra omnipresente en toda declaración pública de buenas intenciones. Solidaridad internacional, bono solidario, solidaridad doméstica. Llamados a la solidaridad desde Lima hasta Berlín, desde Bruselas hasta La Habana. Hace pocos días, el secretario general de la ONU António Guterres, lamentaba que no se observaran claras muestras de solidaridad de parte del G20 con los países más desfavorecidos en esto de la pandemia. Miguel Díaz-Canel, presidente cubano, sentenciaba: “si hubiéramos globalizado la solidaridad como se globalizó el mercado, la historia sería otra”. En Alemania, la referente de una derecha política con rostro humano, Angela Merkel, insistía en señalar que su país “quiere ser y será solidario con Europa” y que hasta casi le da pena tener que repetirlo. Perú no se queda atrás y desde hace semanas viene discutiendo la peliaguda posibilidad de un impuesto a la riqueza también entendido como “impuesto solidario”.

Manida palabra esta que es usada a diestra y siniestra, pero ¿de qué se trata? Confundida en ocasiones con la disposición a socorrer, con la caridad, la piedad e incluso la ayuda humanitaria, es además interpretada de múltiples maneras. Lo que de algún modo parece sintetizar el elemento común a esta diversidad de interpretaciones es la idea de “apoyo mutuo”, la suposición de que cada uno está para los demás y los demás están para cada uno. En corto: solidaridad sería cooperación. ¿Qué base sostiene este tipo de cooperación? y ¿qué necesitamos para que se dé este tipo de conexión cooperativa con el otro?

No se trata únicamente de un sentimiento moral o una relación afectiva, aunque puede llevar consigo una. Podemos formar lazos de solidaridad sin conocer y en ocasiones sin ver al otro, como en el caso de la solidaridad internacional. Si nos solidarizamos es porque nos identificamos con los pesares, pero también con los ideales, las luchas, los anhelos; porque nos comprometemos profundamente con las causas del otro al punto que somos capaces de sacrificios. Si nos identificamos es porque reconocemos que la causa esta razonablemente justificada. Un grupo solidario es, por tanto, un grupo que se considera legítimo. Al basarse en la identificación, nos enlazamos solidariamente porque reconocemos nuestro propio destino en el destino del otro y, desde luego, porque vemos a este como un igual al interior de una relación recíproca. Así, identificación, compromiso, razonabilidad y reciprocidad serían elementos centrales de la solidaridad.

Este último aspecto (reciprocidad) lleva con frecuencia a la sospecha de que la solidaridad puede ser una cierta forma de colaboración interesada; en otras palabras, que la motivación para la solidaridad está en el interés personal: “hoy por ti, mañana por mi”. No puede negarse que esta idea de cooperación está extendida al fragor del espíritu economicista de los tiempos. Es una forma colaborativa, semejante a la “alianza estratégica” que cesa una vez se alcanzan los intereses particulares o se imponen ciertos sacrificios no compensados. El tipo de “cooperación” de la coalición partidaria para participar en elecciones, cooperación interesada que no incorpora lealtades ni compromisos fuertes y que tiene al cálculo por bandera. Pero el tipo de cooperación implícito en la idea de solidaridad al que aludimos no pasa por el “uso” del otro para obtener un objetivo individual, no se trata de una relación transaccional. Evoque usted la siguiente escena extraída de un vídeo musical: cuatro personas en una sala de espera; alguna lee una revista, un par de ellas revisa el celular, otra va conectada a los audífonos. Todas van pasivamente juntas. De pronto, una de ellas extrae unos bongos que comienza a trajinar con cadencia, la persona de la derecha sonríe y saca la guitarra; la de al lado comienza a menear dos maracas; la cuarta, un contrabajo inexplicablemente oculto rato antes. La de las maracas comienza a cantar. La sala se macera al son de una guaracha. Cuatro personas pasivamente juntas, ahora se encuentran activamente fusionadas en pos de un objetivo compartido, de un “bien común” (armar jarana, hacer música, crear belleza, etc.) y en este contexto, glosando a Sartre: “cada uno es el otro y nadie es el mismo”. Lo que la imagen muestra no solo es el sentido de una banda de músicos, sino el sentido de la cooperación no sujeta a cálculo. Asimismo, no menos importante que alcanzar el fin común, destaca el inherente valor que posee el modo en que el objetivo es alcanzado: en banda, en grupo, cooperativamente. Por lo tanto, la idea de solidaridad que traemos a cuento no debe entenderse ni desde el egoísmo interesado, ni desde el altruismo moral propio de la compasión o la caridad cristiana; su conexión primordial estriba en la emulsión del interés propio y los intereses del otro, en el ordinario valor de “lo común”.

Si algo ha forzado esta pandemia, es el reconocimiento doloroso de las interdependencias de facto a las que estamos sujetos. De ahí que en distintos tonos y desde distintos frentes el discurso público subraye la importancia de renovar y fortalecer el entramado de esos vínculos menoscabados pero ineludibles. Nunca como en estos días de confinamiento, en el obligado aislamiento hogareño hemos recordado lo otro: lo social, lo público, lo común. Pero el golpe de realidad viene siendo inflexible y a las hondas fracturas que el Perú arrastra desde su fundación, se suma esa otra exitosa pandemia, la de cierto individualismo ideológico enamorado de la sospechosa promesa de independencia delusoria y autosuficiencia, el egocentrismo fanfarrón e impotente del homo economicus, se suma la obscena estructura que obscurece el tejido de interdependencias, que solivianta y bendice el “sálvese quien pueda”, el sueño lúbrico de ese liberalismo que promueve la indiferencia con el otro, el egoísmo y la competencia salvaje, esa que en el Perú es el reino del tacle, del codazo, del empellón y la concertación de precios. La inanición lenta e indefectible de la solidaridad.