El Perú se jodió cuando llegaron los españoles y no porque estos, en España, fuesen tan corruptos como aquí. El tema es que entre la península y América había un océano de distancia que hacía que todos quienes lo cruzaron, inclusive autoridades virreinales, supiesen, al desembarcar en el Callao, que llegaban a un mundo inalcanzable para el brazo fiscalizador de Su Majestad. Y así la corrupción se convirtió en la manera habitual -esto es en la costumbre- a través de la cual nuestra novel sociedad se relacionó con el Estado. Releí, por enésima vez, la introducción de Hugo Neira a su libro ¿Qué es república? (2012) Son seis páginas tan bien escritas, que cada oración deja harta materia para el análisis. Pero en mi última relectura encontré un argumento conceptualmente válido pero difícil de aplicar a las circunstancias de la Independencia del Perú (1821-1824). Neira, apelando a los ejemplos francés y norteamericano, señala que aquí, al expulsar al Imperio Español, dejamos de hacer lo que aquellos sí hicieron: crear un contrato social; es decir, una Constitución que adaptase el ideal republicano a las costumbres locales. Pero he señalado que en el Perú, tras tres siglos de despotismo, la costumbre a través de la cual la sociedad se relacionó con el Estado fue la corrupción. Y entonces lo que necesitábamos no era una Carta Magna basada en las costumbres, sino otra que, nacida de una revolución, las modificase radicalmente para así comenzar a andar el recto camino hacia la virtud cívica, el amor por las leyes, la fe en la Constitución y la percepción de la función pública como un deber ciudadano, como un servicio a los demás. Discutíamos en clase si las reformas que quiere implementar el Presidente Martín Vizcarra podrían constituir ese punto de quiebre, postergado 200 años, tan necesario para fundar una república que aquí no existe, ni existió nunca en tanto que religión civil. Y entonces recordé lo me dijo un taxista, nativo de un pueblo aledaño a Piura. Allí los bancos no les dan crédito a los agricultores arroceros, los funcionarios de las entidades financieras están coludidas con una mafia de usureros que es la única que le presta dinero al agricultor y con un altísimo interés. Luego, esta mafia de usureros ha monopolizado la compra de la producción de arroz a dichos agricultores a precios ínfimos que estos aceptan desesperados por salir de sus deudas con estos mismos usureros. Entonces colegimos que el Perú está inclinado por todos lados: siempre que haya alguien con poder torcerá las cosas para enriquecerse a costas, o del Estado, o de los demás, ya sea que se trate de un juez, de un fiscal o de un usurero. Esa es la costumbre de la que hablo y tiene casi 500 años de arraigo en el país. Por eso la pregunta no es ¿cuándo se jodió el Perú Zavalita? sino por dónde empezar a rehacerlo bajo auténticas bases republicanas. Al respecto, el debate nacional contemporáneo nos ha puesto sobre el tapete dos posturas antagónicas, la de la continuidad y la del cambio: La continuidad de la corrupción, heredada del periodo colonial, radica en desviar la atención sobre el problema de fondo, apelando al populismo de siempre, a la política sin mediación, en la que el poblador premia con su adhesión al funcionario que levantó el puente que se llevó el río, tanto como a la candidata que le regaló un táper con un billete de 10 soles dentro. El cambio supone modificar las bases del sistema, cambiar la costumbre, la mentalidad, la manera de hacer las cosas, la relación de la sociedad con el Estado. Y para eso se necesitan no solo las reformas judicial y política, sino convertirlas en políticas de Estado permanentes que se apliquen en paralelo con una rigurosa reforma educativa que interiorice las virtudes cívicas en el ciudadano del mañana. Por cierto, eso no quita que igual levantemos el puente caído y que reconstruyamos el norte. Finalmente, si hoy las mayorías respaldan al Presidente Vizcarra, con o sin reuniones con Keiko Fujimori, es porque la costumbre de la corrupción convivió desde siempre con el anhelo de la honestidad, ese grito enmudecido por los siglos y que busca un Bicentenario para hacerse escuchar poderoso, en el amanecer de una patria renovada. (*) Historiador, docente en la Universidad de Lima.