El predicamento del gurú Bhagwan Shree Rajneesh tuvo decenas de miles de seguidores entre los años setenta y ochenta.,El predicamento del gurú Bhagwan Shree Rajneesh tuvo decenas de miles de seguidores entre los años setenta y ochenta. Este hombre calvo de hablar pausado, mirada beatífica y larga barba blanca —que con el tiempo se cambiaría de nombre y sería conocido como «Osho»—, supo crear una filosofía que empató con los deseos de su tiempo, combinando la estética New Age, la crítica a las religiones oficiales, el culto al amor libre y el entusiasmo por acumular riquezas (el propio Baghwan tenía una colección de 93 limosinas Rolls Royce). El santón abrió una comuna en Pune (India) que comenzó a atraer un vasto número de occidentales, quienes pasaban largas temporadas envueltos en las distintivas túnicas rojas del culto, mientras se dedicaban a la meditación y a la práctica militante del sexo, y donaban fortunas a la causa de su guía, convertido en un verdadero ícono hippie. A principios de los ochenta, las tensiones con el gobierno de la Primera Ministra Indira Gandhi los obligaron a salir del país. Encontraron refugio al otro lado del Atlántico, en un rancho de 30.000 hectáreas que compraron en el estado de Oregon, un territorio de montañas, llanuras, ríos y acantilados. Poco a poco fueron llegando sus seguidores, que levantaron una verdadera ciudadela con urbanizaciones, campos de cultivo, un inmenso coliseo para los rezos, una discoteca y hasta un aeropuerto. La bautizaron Rashneespuram. Debió ser descorazonador para quienes lo siguieron hasta este rincón perdido de los Estados Unidos que, una vez llegado, Rajneesh decidiera entrar en una rigurosa cura de silencio. El liderazgo de la comuna recayó exclusivamente en Ma Anand Sheela, secretaria y mano derecha del gurú, una mujer arrebatada e inescrupulosa que comenzó a gobernarla con puño de hierro, llegando a armar un ejército privado para defenderla de cualquier peligro. Rashneespuram avecindaba con un pueblecito de cuarenta habitantes llamado The Dalles. Pronto las apacibles vidas de estas personas, en su mayoría maduros cowboys temerosos de Dios, fueron sacudidas por la aparición de los jóvenes vestidos de rojo, cuyas veleidades comenzaron a ser vistas con sospecha y luego temor. Éste sería el germen de una verdadera guerra de civilizaciones: a un lado la tradición estadounidense más conservadora, intolerante y xenófoba, y al otro los seguidores de Baghwan que, imbuidos en una supuesta superioridad moral, no dudarían en asaltar la política local, promover un fraude migratorio monumental e intentar envenenar a los pobladores de The Dalles para garantizar su supervivencia. Hace tiempo no veía un documental tan asombroso, estremecedor, fascinante y desmoralizador como «Wild, wild country» (algo así como «País salvaje, salvaje»). En sus más de seis horas no dejan de sucederse las sorpresas, los delirios, los excesos. Como dice la canción que inspira el título de está crónica de una guerra de enemigos sordos y ciegos: «Una cosa de este país salvaje, salvaje/ Es que hace falta una mente fuerte, fuerte: destruye una mente fuerte, fuerte».