Una alianza para el progreso criminal, por Alberto Vergara

El Ejecutivo y el Legislativo han establecido una alianza para el progreso de la criminalidad. Al desmontar el Estado de derecho y la democracia, empujan el país hacia la violencia. El asesinato de Andrea Vidal y el presunto homicidio de Nilo Burga ilustran bien la dinámica.

Desde hace algunos años, cuando me invitan a hablar sobre el Perú, subrayo que lo que está en peligro aquí no es necesariamente el crecimiento económico; lo que está en riesgo es algo más elemental: la convivencia pacífica.

Martín Caparrós ha escrito con acierto que “la civilización es descuidarse”. Pues en el Perú se trabaja para producir lo contrario: el peligro interminable. Una vida regida por el susto sin fin y un perenne estado de alerta. El año pasado ya había sido de terror con 1.500 homicidios; en el 2024 se superaron los 2.000.

Este deslizamiento hacia el descontrol social es consecuencia inevitable de la demolición firme y a consciencia del Estado de derecho y de la democracia. El Estado de derecho —en breve: ser gobernados por la ley y no por los caprichos del mandamás— se encarga de resolver pacíficamente las disputas diarias y normales que produce cualquier sociedad. La democracia, a su turno, se aboca a procesar de manera pacífica los inevitables conflictos políticos que surgen en cualquier comunidad. Los mecanismos y agentes de ambos son diferentes, pero permiten la convivencia civilizada.

El presunto asesinato de Nilo Burga (aunque…  ¿alguien cree que se suicidó con una puñalada en la nuca?) y el de Andrea Vidal son un ejemplo más del tránsito hacia unos terrenos en los cuales ni la democracia ni el Estado de derecho son capaces ya de procesar los conflictos de una sociedad, cada vez más, salida de control. Y al colapso de la política siguen el desorden y la violencia.

Repasemos ambos crímenes, en primer lugar, desde el deteriorado Estado de derecho peruano. Los dos trasparentan hasta qué punto la criminalidad se ha impuesto sobre la legalidad. Demasiada gente, en todas las clases sociales, prospera burlando la ley o torciéndola. La economía del oro ilegal, del narcotráfico, de la trata de personas, del tráfico de terrenos, del transporte informal, de la extorsión y un vasto etcétera se ampliaron y fortalecieron con consecuencias transversales. El 87% de los peruanos afirma en una encuesta que alguna actividad ilegal es un motor principal de la economía en su región.

Gradualmente, la sociedad acostumbrada a florecer gambeteando la ley se ha infiltrado en los espacios donde se produce la ley y ahora busca algo distinto: legislar a la medida de sus intereses. Brilla el legislador de arriendo para intereses criminales. Así, se ha pasado de burlar la ley a producirla —a veces desactivándola, a veces reformándola— para, justamente, ya no tener que burlarla. Por eso se trata de un país con leyes y sin Estado de derecho.    

Las dos muertes evidencian tal dinámica. En una, al inicio está la expansión de la trata de personas y de la prostitución filtrándose hacia la política y, en la segunda, se origina en la popular y extendida corrupción estatal, sin importar el nivel de Gobierno. La criminalidad no atajada por la ley se condensó y ascendió al centro del poder, con sus códigos y prácticas. Conflictos surgidos en actividades al margen de la ley se resuelven al margen de la ley. Pero ya no en los callejones de la ciudad ni en la lejana selva, sino en los predios del Congreso o el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social. O de comisarías donde se apaña el descuartizamiento y luego ocurren convenientes suicidios. La ley hizo agua en todas partes.

(La manifestación más macabra de todo esto se aprecia en las cuestiones criminales, pero, en realidad, se trata de un hábito anti-institucional que lo impregna todo: si gastamos demasiado y transgredimos las reglas fiscales, se les modifica para legalizar el desmanejo económico; si la pobreza aumenta, alteramos los criterios para medirla. Y así sucesivamente).

Por tanto, el Estado de derecho es una coladera; la justicia o la policía son, para todo fin práctico, inútiles (se despide a los mejores policías o se captura los tribunales). Ahora bien, quiero subrayar que hay países en América Latina con actividades criminales presentes en la política que no se orillan hacia la violencia caótica. En Paraguay o Bolivia, por ejemplo, diversas economías ilícitas vulneran el Estado de derecho y también se infiltran en las instituciones nacionales y, sin embargo, la política pone algunos límites a la criminalidad y su violencia. Digamos que poseen un escenario de extensa criminalidad con baja violencia. (El politólogo Juan Pablo Luna ha desarrollado esto en varios trabajos recientes).

Y aquí es donde mete su cuchara la degradación democrática. Si el Estado de derecho no controla el crimen, la representación política puede ayudar a que la ilegalidad no engendre el caos violento. Tanto en Paraguay como en Bolivia hay partidos políticos que —aunque clientelares, corruptos y con más de un vínculo hacia las economías ilícitas— consiguen ordenar esa presencia criminal. No es la utopía republicana, desde luego, pero ofrecen un mecanismo de coordinación que ataja la expansión de la violencia.

En el Perú, en cambio, la ausencia de representación política facilita la expansión del crimen y anticipa más desorden. Regresemos a las dos muertes. Según las investigaciones periodísticas, Andrea Vidal y el resto de las visitadoras trabajaban bajo el mando de Jorge Torres Saravia, quien era el director del área legal del Congreso. Aunque resulta evidente que Torres ha sido cercano a Alianza para el Progreso, la verdad es que podría estar en cualquier otra agrupación y circulará por donde haga falta. Si lo miramos con frialdad, Torres es solamente otro personaje de reparto pateando la calle, viendo quién lo contrata y así ganarse alguito, seguramente adiestrado en el oficio de grabar y filtrar, franelear, chantajear y traicionar. Un ambulante de la política y la función pública. A cada temporada debe encontrar una nueva esquina donde ofrecer su know how. Su arte, como el de Juanito Alimaña, es alinearse con el que está arriba. Nada más. No hay partido ni líder partidario que lo domestique. 

Algo parecido ocurre con el presunto y muy probable homicidio de Nilo Burga. Más allá de dedicarse a una actividad digna de la historia universal de la infamia —enriquecerse alimentando a los niños más pobres del Perú con carne de caballo podrida—, los “políticos” con los cuales surge no son propiamente políticos. Son más como corsarios saltando de nave en nave para arranchar lo que puedan al Estado.

En este caso, Burga prospera en el universo del Midis —aquel ministerio presidido por Dina Boluarte durante toda la presidencia de Pedro Castillo (menos los últimos once días, vivaza)— y de Qali Warma, donde trabajó con Fredy Hinojosa, vocero de la presidenta y exaprista. Es decir, hace la plaza con otros átomos libres de la política, viendo qué se destaza. Boluarte guarda silencio; Hinojosa no pudo ser detenido gracias a una ley del Congreso, el presidente del Legislativo se desentiende. Un asesinato con 40 balazos a quien laboraba en una presunta red de prostitución en el Congreso no les merece atención. (Como se decía en la colonia: el muerto a la sepultura y el vivo a la travesura). Nuevamente, no hay partido ni líder que los ponga en vereda, ni a ellos ni a los intereses que movilizan. Los “políticos” reconocen que no tienen futuro y se saben muy mediocres; el incentivo es desfalcar hoy, ni siquiera hace falta ya guardar las apariencias.

Entones, en resumen, ni el Estado de derecho ni la representación política le ajustan las bridas a la industria de la ilegalidad. Para decirlo desde la salsa, se soltaron los caballos. Y nadie con algún poder busca devolverlos a las caballerías. Galopan fueteados por la renta que las economías criminales secretan y por el entendimiento entre Ejecutivo y Legislativo: la alianza para el progreso criminal.

Y no hace falta un diploma de Hogwarts para adivinar lo que viene.

Lo paradójico es que aquello que se viene puede perfectamente convivir con dos situaciones que son, en principio, positivas. De un lado, puede coexistir con algún tipo de recuperación económica. Del otro, con unas elecciones generales que cumplan con los estándares democráticos mínimos. 

Pero, además de paradójico, es peligroso. Lo que quiero decir es que, si a una sociedad criminalizada y desregulada como la peruana le entra dinero, el caos y la violencia será mayor. Y si le entra un chorro de plata conoceremos el estado de naturaleza. O el Ecuador.O como Trinidad y Tobago, una estrella del crecimiento económico caribeño, con un PBI per cápita de 19.000 dólares (el peruano bordea apenas los 8.000), que acaba de declarar el estado de emergencia por una ola tremenda de homicidios y criminalidad. El dinero en este contexto significa más problemas, no menos. Pero los ricos seguirán recibiendo su generoso bono anual y, desde un auto blindado, nos conminarán a resaltar que el Perú avanza.

Y algo semejante podemos señalar de las elecciones del 2026. El Ejecutivo y el Legislativo han profundizado las reglas escritas y no escritas de la política peruana que nos trajeron hasta aquí. Bajo esas reglas, unas elecciones legítimas difícilmente alterarán nuestra trayectoria. 

Así, la larga degradación peruana da una vuelta de tuerca perversa: aquello que debía ser antídoto ahora es veneno. Y la alianza para el progreso criminal ha acelerado el proceso.

Alberto Vergara

A mí no me cumbén

Como nadie le paga por jugar fútbol, tocar guitarra o ir al cine se dedica a la ciencia política. Es profesor en la Universidad del Pacífico. Ha publicado una decena de libros entre propios y editados. Su libro más reciente es Repúblicas Defraudadas: ¿Puede América Latina escapar de su atasco? (Crítica, 2023). También ha publicado el libro infantil Otta la gaviota que tenía… ¡vértigo! (Planeta junior, 2022).