Al final de la Primera Guerra Mundial, Clemenceau, George Lloyd y Wilson discutieron el 7 de mayo de 1919 en Versalles las condiciones de la rendición alemana. Algunos sectores de la opinión pública, especialmente en el Reino Unido, consideraban que el proyecto de tratado de paz era excesivamente oneroso para la potencia vencida. George Lloyd, con realismo, pensaba que había que flexibilizarlo. Clemenceau no admitía revisión alguna. Y Wilson, más allá del pacifismo, se sumó al primer ministro francés. La paz dura se impuso. El canciller Scheidemann no ocultó su juicio. Dijo que para Alemania el Tratado de Versalles era “el crimen más vil de la historia”.
Establecida la paz, John Maynard Keynes, quien fue uno de los negociadores norteamericanos, escribió —ya a título personal— que los términos extremos de la paz de Versalles “fueron para Alemania una humillación económica y moral que sentaba la base para futuros conflictos”. La realidad no se hizo esperar. Al influjo del nacionalismo radical del nazismo, Alemania inició la Segunda Guerra Mundial con la invasión de Polonia. Solo a 20 años de la paz de Versalles, bajo la influencia del nacionalismo radical y la exaltación del revanchismo, Hitler inició la Segunda Guerra Mundial el 1 de septiembre de 1939 con la invasión a Polonia.
Historiadores y académicos aún discuten si la lección de estos acontecimientos es que los términos de la paz o de los acuerdos de estabilidad estratégica o nuevos equilibrios de poder no tienen sostenibilidad cuando a una de las partes se le imponen condiciones que considera contrarias a su viabilidad o al umbral mínimo de defensa nacional. Por debajo de la famosa “línea roja”.
En 1990, el 12 de septiembre, Gorbachov y Kohl suscribieron el Tratado 2 más 4. Se selló la reunificación alemana. Disuelta la Unión Soviética, la Federación Rusa se constituyó en un entorno de seguridad donde había desaparecido el Pacto de Varsovia, pero permanecía la OTAN, reforzada con una Alemania integrada. El acuerdo se pactó sobre la base de que Occidente otorgaba seguridades a Gorbachov de que la OTAN no se expandiría a Europa del Este. Incluso en los años posteriores se consideró la posibilidad de que Rusia se integrara o asociara a la OTAN en una nueva y emergente concepción de la seguridad paneuropea.
El error de Gorbachov, uno de varios, fue no incluir ese compromiso en un tratado o una obligación escrita. Pero sí hubo garantías verbales. Los registros de las declaraciones de George Bush, James Baker, Helmut Kohl, Margaret Thatcher y François Mitterrand así lo atestiguan.
En ese contexto, los primeros años de evolución de la Federación Rusa estuvieron marcados por una profunda crisis económica, política y social. Además, las crisis políticas internas y las guerras regionales, como la Guerra de Chechenia, agrandaron las tensiones y las fracturas dentro del país. Su viabilidad estaba comprometida.
Este periodo, muy turbulento, generó en Occidente la sensación de que Rusia se había transformado de una superpotencia en la Guerra Fría a un país sin mayor gravitación estratégica. A lo largo de las décadas de 1990 y 2000, la alianza comenzó de facto a integrar a países del antiguo bloque soviético, como Polonia, Hungría y los países bálticos. La OTAN se expandió hacia el Este de manera sistemática. Este movimiento fue visto por Rusia como una grave alteración de las promesas iniciales y una amenaza a su seguridad.
La posibilidad de que Ucrania se uniera a la OTAN exacerbó las tensiones. Rusia consideró ese movimiento como el traspaso de la línea roja. Pero la alianza prosiguió las consultas con Kiev, soslayando los equilibrios de las percepciones rusas respecto de su seguridad y de la seguridad europea. Fue una suerte de repetición del mal cálculo de las onerosas condiciones de la paz de Versalles. El realismo, como lo señaló el propio Kissinger, aconsejaba negociar preservando las líneas rojas de parte y parte. No se hizo.
En 2014, tras el derrocamiento del presidente prorruso Víktor Yanukóvich durante las protestas del Euromaidán, Rusia respondió anexando Crimea y apoyando a grupos separatistas en el Donbás. Los Acuerdos de Minsk, firmados en 2015, buscaban establecer un alto el fuego y una solución política al conflicto. Sin embargo, su implementación fue incompleta, con ambas partes acusándose mutuamente de incumplir los compromisos.
En febrero de 2022, Rusia lanzó la invasión a gran escala de Ucrania. Esta acción, contraria al derecho internacional, provocó una condena generalizada. La gran mayoría de los países votaron resoluciones condenando la invasión y exigiendo el retiro de las tropas rusas.
Desde entonces, el conflicto ha evolucionado en un enfrentamiento militar prolongado. Rusia controla actualmente territorios en el este y sur de Ucrania, incluyendo partes de las regiones de Donetsk, Lugansk, Zaporiyia y Jersón, además de la península de Crimea. Ucrania, con apoyo occidental, ha lanzado contraofensivas; sin embargo, el conflicto permanece en un punto muerto en muchas áreas. Aunque es un hecho objetivo que Rusia controla y ocupa el 20 % del territorio ucraniano.
El conflicto ha ido escalando progresivamente. La fase actual es particularmente grave por los ataques de Ucrania a territorio ruso utilizando misiles norteamericanos ATACMS, autorizados por la administración Biden, y la respuesta inesperada de Rusia: el lanzamiento contra la ciudad de Dnipro (con carga convencional) de un nuevo misil balístico con capacidad nuclear de alcance intermedio (5,500 km). Un salto tecnológico y una nueva arma, aún en producción inicial, que Putin ha señalado podría ser nuevamente utilizada contra objetivos militares, aún en Kiev.
Esta situación, unida a la variación de la doctrina militar rusa, que autoriza el uso del arma nuclear frente a ataques convencionales, convierte la guerra en Ucrania en el conflicto potencialmente más devastador desde la Segunda Guerra Mundial. Putin ha precisado que “Rusia se considera con derecho a utilizar sus armas contra instalaciones militares de los países que permiten el uso de sus armas contra Rusia”. Una advertencia directa a los socios occidentales de Ucrania. Ha señalado también que el conflicto ya posee un alcance global.
En este contexto, la posición de Donald Trump, el presidente electo de los Estados Unidos, adquiere la mayor relevancia. Trump ha señalado que podría negociar rápidamente el fin del conflicto, aunque su enfoque aún no está claro. Más allá de la polarización que suscita la nueva administración norteamericana y el anuncio de medidas que pueden constituir violaciones graves a los derechos humanos, como las proclamadas deportaciones masivas, toda iniciativa para terminar la guerra y restablecer la paz es positiva. Para Ucrania y Rusia, para sus pueblos y el mundo entero. Por cierto, en el entendido de que la paz será negociada y pactada por los Estados beligerantes, en el ejercicio de su propia soberanía y de conformidad con el derecho internacional. Cualquier acuerdo de paz probablemente incluiría compromisos sobre la neutralidad de Ucrania (garantías de que no se unirá a la OTAN), la retirada de tropas rusas, posibles concesiones territoriales, reparaciones y estrategias de reconstrucción. Para Europa Occidental, esto será un trago amargo difícil de asimilar. Sin embargo, la Realpolitik se impone sobre los errores de los actores estatales. Eso sí, cualquier fórmula de la paz tendrá que ser aceptada, no impuesta, por el gobierno y el pueblo ucraniano. Y no debiera violentar su ser nacional ni ser generadora, a largo plazo, de nuevos conflictos. No, un nuevo Versalles.
Exministro de RREE. Jurista. Embajador. Ha sido presidente de las comisiones de derechos humanos, desarme y patrimonio cultural de las Naciones Unidas. Negociador adjunto de la paz entre el gobierno de Guatemala y la guerrilla. Autor y negociador de la Carta Democrática Interamericana. Llevó el caso Perú-Chile a la Corte Internacional de Justicia.