Tiempo atrás, los políticos buscaban servir y los líderes querían ascender a la categoría de estadistas. Era un afán por ser grande y destacar gracias a méritos colectivos. Todo dirigente escribía un libro analizando el país y proponiendo soluciones. El modelo era Haya y Mariátegui. Luego, la generación de FBT repitió el paradigma. Nadie se podía levantar sin un discurso articulado sobre el país. Para ser un político de peso era necesario conocer el país y colaborar con la forja de una doctrina con capacidad de convocatoria masiva.
Además, no bastaban ideas; era necesario exhibir una trayectoria. La generación de los fundadores tuvo algo heroico porque su liderazgo se construyó enfrentando el peligro. La clandestinidad y las persecuciones eran parte del oficio. Esa actitud vital fue prolongada por la izquierda de la generación guerrillera, que ofrendó su vida por un ideal. Equivocado y repudiable para muchos, pero ejemplo para los suyos, el guerrillero renovó el prototipo del político. Había que entregar la vida. Hacer política era dar.
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En ese momento llegaron los militares. Las reformas de Velasco realizaron sueños y demandas históricas. La tierra y las minas en manos de los campesinos y del país. Sin embargo, el proyecto cooperativista y estatista fracasó y sus indudables realizaciones se tradujeron en pobreza y descontento. Ahí comenzaron a desvanecerse los valores de la generación de fundadores.
Luego, las elecciones de 1980 renovaron la fe. Las reformas se complementarían con la democracia y el país alcanzaría la modernidad. Pero los ochenta fueron terribles. Por un lado, la tremenda destrucción generada por la guerra senderista; por el otro, la crisis económica y la hiperinflación aprista. La última generación del ser estaba mostrando su inutilidad, antes que procurar el bien común habían generado violencia, muerte y desamparo. El resultado era desolador y fue el punto de quiebre.
Con Fujimori se terminó el ser y se impuso el tener. Los políticos rompieron con la dimensión doctrinaria y se volvieron asépticos. Mientras las ideas sobre el país declinaban, el nuevo personal era una tecnocracia orgullosa de carecer de ideología, mientras actuaba bajo el manto del caudillo-dictador. En paralelo había comenzado una ansiedad por poseer. Había voracidad por bienes que alivien la vida dura que ofrece este país. Los políticos fueron los primeros en sentir el llamado de la codicia y generaron la gran corrupción de los noventa.
Desde entonces, tener es clave. Para hacer política es necesario disponer de capital. Con el voto preferencial cada congresista es independiente y llegar cuesta bastante. Asimismo, había aumentado exponencialmente el lado más venal de las cosas, el gozo por los placeres mundanos y la vida de ensueño. Nació un nuevo prototipo de político: un tecnócrata que trabaja para el Estado como podría hacerlo en cualquier otro sector, usando los mismos procedimientos y buscando los mismos fines: enriquecerse. Toledo y PPK como ejemplos del tener antes que el ser.
Por su lado, las nuevas tecnologías de las comunicaciones hicieron su camino. Se trata de mostrarse. Postear imágenes, siempre sonriente en lugares icónicos, platos exóticos o pantagruélicos a punto de ser devorados. Lo importante es parecer contento y satisfecho. Tiene éxito quien mejor aparenta. Los políticos de hoy ya no escriben libros ni destacan por su oratoria, incluso han perdido la nota tecnocrática de los noventa. Actualmente su encanto reside en la pose. Es Keiko presumiendo de su nueva cintura o Cavero haciendo payasadas.
Pero, como siempre es posible profundizar el hoyo, incluso el posar en forma conveniente ha perdido crédito. La foto del actual ofensor del pueblo con un grupo paramilitar de extrema derecha es demasiado. Era su primera imagen como autoridad. Ya ni aparentar importa, han caído todas las caretas.
Historiador, especializado en historia política contemporánea. Aficionado al tenis e hincha del Muni.